Después de 12 años de tener a Tucumán en un puño, José Alperovich no logró ocultar a tiempo las viejas mañas de su aceitada estructura para garantizar un triunfo en las urnas. Tanto se le fue la elección de las manos que las irregularidades que nublaron los comicios quedaron en un segundo plano ante la violenta represión policial que intentó disipar anoche una manifestación que parecía pacífica en la plaza Independencia.
Nada de lo que sucedió es nuevo. Ni el clientelismo obsceno, expuesto a la vista de todos con la compra de votos a cambio de bolsas de comida, ni la feroz reacción policial, que revivió lo peor del pasado más reciente y no tanto. La protesta por mayor transparencia terminó en una pesadilla que devolvió imágenes en sepia: calles militarizadas de uniformes verde oliva, la infantería disparando balas de goma a la multitud y el escalofrío de los años más violentos. Fue la coronación del adiós a un caudillo.
No es nueva la escalada de violencia cuando hace menos de dos años la revuelta policial provocó muertes (nunca se supo efectivamente cuántas), saqueos vandálicos y barricadas de autodefensa montadas por los vecinos.
Crecen la tensión y la incertidumbre cuando se comprueba que en Tucumán se espía a opositores, sindicalistas y periodistas a través de la Dirección de Inteligencia Criminal de la policía. O cuando la barra brava de un club de fútbol, al que Alperovich sigue por todo el país subido a un avión de la provincia, celebra una victoria deportiva desde el balcón de la Casa de Gobierno.
No es novedoso el avallasamiento de algunas libertades cuando el gobierno local ejerce desde hace más de una década un control casi monopólico de los medios de comunicación y restringe el acceso a las voces críticas, como sucedió al levantar la señal televisiva que transmitía el programa de Jorge Lanata o prohibir la comercialización de las biografías no autorizadas de Alperovich y Juan Manzur. Tampoco cuando siete de cada de diez tucumanos dependen directa o indirectamente de la caja del Estado, ante la escasez de empleo genuino.
Tucumán siempre ha sido un banco de pruebas. De lo bueno y de lo malo. Fue cuna de la independencia y forjó a ilustres pensadores. Pero en su geografía también se sembraron la muerte y la tortura. Ya en democracia, eligió a un dictador como gobernador y como intendente de su capital, y se incendió una edición completa del centenario diario La Gaceta.
En tiempos contemporáneos, Tucumán se hizo tierra de caudillos políticos capaces de soportar impávidos la muerte de niños por desnutrición, acusaciones de corrupción y hasta eludir las responsabilidades que tal vez les quepan en casos como los de Marita Verón y Paulina Lebbos, episodios que metaforizan lo peor del feudalismo provincial.
Con Alperovich, se naturalizó el poder absoluto. La división entre los poderes del sistema republicano es una virtual línea fronteriza que se reduce a un mero formalismo. En la Legislatura, 42 de los 49 ediles son oficialistas, mientras que tres de los cinco jueces de la Corte Suprema fueron designados por el gobernador. La "mayoría automática" avaló las contrataciones directas por parte del Estado en obras públicas y dinamitó los alcances de la fiscalía anticorrupción y del Tribunal de Cuentas.
Desde hace años, Alperovich financió las campañas de otras fuerzas políticas menores con el fin de atomizar a la oposición. Esa estrategia reveló una ironía: Ricardo Bussi, hijo del dictador muerto, fue funcional a los últimos triunfos del kirchnerismo en Tucumán.
No en vano Alperovich eligió a Manzur como su sucesor. La trayectoria del ex ministro de Salud de Cristina Kirchner acredita el mismo rumbo: se inició en San Luis, de la mano de los Rodríguez Saá, y ofició de sanitarista en La Matanza bajo el ala de Alberto Balestrini.
Las coincidencias entre Manzur y Alperovich no son únicamente políticas: ambos multiplicaron su riqueza desde su desembarco en la función pública. Desde que es gobernador, Alperovich, quien recalará en diciembre en el Senado, amplió sus negocios privados y desarrolló un multifacético imperio, con empresas que a veces son prestadoras de servicios del Estado.
Manzur declaró un patrimonio de $ 380.000 en 2003, al asumir como ministro de Salud de Tucumán. En su última declaración jurada, en 2014, informó una fortuna de $ 23.062.000, lo que lo ubicó en el podio de los ministros más ricos del gabinete de Cristina. Una de sus empresas olivícolas tiene al Grupo Indalo, de Cristóbal López, como su principal cliente.
Guiño de la Justicia
Al igual que Alperovich, Manzur sorteó con éxito una causa judicial por supuesto enriquecimiento ilícito. El peronista Oscar López denunció al ex ministro por varias irregularidades en sus declaraciones juradas, como consignar propiedades por $ 0 y sin justificación. Sin hurgar en los detalles, el juez federal Daniel Bejas sobreseyó a Manzur y consideró lícita su manera de enriquecerse. Antes de llegar al Juzgado N° 1, Bejas fue asesor legal de las empresas de Alperovich y de Beatriz Rojkés. Fue, además, apoderado del PJ y uno de sus hijos milita en La Cámpora. Una de sus últimas medidas fue proteger al ex jefe del Ejército César Milani.
En Tucumán se desnaturalizó el cumplimiento de la norma. Pese a estar vedado en la Constitución local, se avaló la acumulación de cargos de Manzur, que gozó de una licencia de seis años como vicegobernador para sumarse al gabinete nacional. Manzur regresa ahora con un ascenso laboral: será el gobernador después de una elección nublada por las sospechas, los actos de violencia y en el que los votos se pagaron con bolsas de comida.