En cuanto instituciones fundantes de nuestra nacionalidad común, su relación con nuestra sociedad y sus instituciones políticas se encuentra en un entramado denso, forjado a lo largo de toda nuestra historia. Se ha dicho -y con razón- que son anteriores a la patria misma, pues nuestra independencia se basó tanto sobre la decisión política como sobre la acción militar.
También es cierto que las fuerzas armadas de los países latinoamericanos han cumplido un papel perverso durante largos períodos del siglo XX: usurparon el poder político de la ciudadanía para reemplazarlo por el poder militar y se constituyeron en una suerte de autoritario partido único. En el caso de la Argentina, la presencia de las fuerzas armadas ha sido una característica insoslayable de su vida política, sin olvidar que nuestro país padeció el siglo pasado -en menos de 50 años- seis golpes militares: los de 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y, finalmente, el más cruento, el más salvaje, el que arrasó con toda una generación de argentinos.
Cada uno de esos golpes de Estado constituyó una clara involución. Los asaltos a gobiernos populares y democráticos se dirigían contra todos los poderes del Estado: se vaciaban las bancas, se intervenía la Justicia, se violaban los derechos humanos, se coartaban las libertades públicas y se cercenaban los derechos civiles. Esta dramática realidad nuestra se la expresé al presidente de los Estados Unidos George Bush en oportunidad de su visita a la Asamblea Legislativa argentina en 1989. Le recordé que "en este recinto, cada vez que la democracia ha resurgido, se han levantado críticas hacia anteriores gobiernos de su país, hacia aquellos gobiernos que brindaron apoyos directos o indirectos a las dictaduras que nos sojuzgaban; hacia aquellos que concedían préstamos a esos regímenes ilegítimos cuyos costos aún estamos pagando".
Hacer retroceder la hegemonía militarista no sólo fue un inmenso logro en la región en los últimos años del siglo XX; hubo que pagar un alto costo en tiempo perdido y en sangre. Hoy, ese triunfo constituye un hecho trascendente, un hito en las formas de construcción de poder político después de doscientos años de vida independiente.
Sin embargo, la alegría de la restauración democrática en toda América latina no debiera hacer olvidar el hecho de que nuestras jóvenes democracias siguen en construcción: parecen consolidadas cuando nos focalizamos en la formalidad institucional, pero se manifiestan débiles tan pronto analizamos las carencias que todavía existen en materia de justicia social, bienestar popular y desarrollo económico.
Esta introducción viene a cuento de que, en los últimos tiempos, aquí y allá parece resurgir la tentación militarista. En la crisis actual que se vive en la hermana república de Venezuela se intuye un condimento de ese tipo. No en vano una personalidad mesurada como la del ex presidente de Uruguay José Mujica, con toda su sabiduría campechana y su insospechable trayectoria progresista, ha alertado sobre los riesgos que corre la democracia en Venezuela: "Un día nos podemos ver frente a un golpe de Estado de militares de izquierda. Con eso la defensa democrática se va al carajo. Sería un gravísimo error que se salieran de la Constitución". Para el querido Pepe, so pretexto de combatir injerencias extranjeras, se caería en un autoritarismo anacrónico que retomaría, a contramano de la historia, un vetusto mesianismo supuestamente salvador. Eso conduciría al país hermano a hundirse en la peor de las desgracias.
Otro síntoma preocupante son las voces provenientes de Brasil, donde en las recientes manifestaciones multitudinarias vividas en casi todas las grandes ciudades del gigante sudamericano, se pudo observar grupos -bien que minoritarios- que agitaban carteles invocando el regreso de las fuerzas armadas al poder político. Algunos, sin empacho, expresaban que los problemas del hermano pueblo brasileño sólo se solucionarían instaurando nuevamente una dictadura militar. Nos cabe transmitir la convicción de que, por esa vía, y tal como la historia lo ha demostrado, esos problemas no harían más que potenciarse.
El último ejemplo de la tentación militarista se da en nuestro propio país: el gobierno de turno quiere imponer a los militares la función inconstitucional de ejercer la inteligencia interior. Se trata de un papel perverso si los hay, y que nos priva de contar con nuestras fuerzas armadas para contener las acechanzas del mundo actual: hoy, la defensa nacional es amenazada por el terrorismo, el narcotráfico y un conjunto de delitos complejos que se caracterizan por su transnacionalidad.
Ha llegado, entonces, la hora de preguntarse: ¿de dónde proviene este impulso militarista? ¿Por qué se manifiesta ahora, cuando la región lleva unos treinta años de recuperación democrática? La explicación es dolorosa, pero sencilla: nuestras democracias han permitido que una combinación nefasta de corrupción política e inseguridad ciudadana creara el terreno fértil para que esta tendencia anide en mentalidades afiebradas.
Es preciso levantar la vista y aprender de los buenos ejemplos. En Europa, los brutales totalitarismos sufridos durante el siglo XX fueron superados merced a sólidos consensos democráticos. Al decir de la canciller de Alemania, Angela Merkel, "de las ruinas humeantes de las dos guerras surgieron las nuevas democracias en donde no hay lugar para los autoritarismos".
No hay variante de autoritarismo que pueda disfrazarse de progresista. Es de desear que ninguna de las fuerzas armadas latinoamericanas caiga en esta trampa absurda que la llevaría a volver a los peores tiempos, cuando se llenaron de oprobio al incurrir en un inconcebible enfrentamiento con el mismo pueblo del que sus miembros proceden.
El autor fue presidente de la Nación