Por más que quieran extirpar el asunto de la agenda pública, sus pormenores y las consecuencias vuelven a instalarse en el centro de la escena una y otra vez. Así como no hay manera de regresar al fiscal a la vida, tampoco hay forma de borrar lo que hicieron la Presidenta y sus voceros con Nisman antes de que apareciera muerto y después de su desaparición física.
Cristina Fernández ordenó atacarlo sin piedad. Incluso en términos personales. Después, el Estado, a pesar de que Nisman se había transformado en un posible blanco de múltiples ataques, no lo cuidó como debía. Y enseguida, sin siquiera dar las condolencias a su familia, la jefa de Estado lo volvió a demonizar, una y otra vez. No se privó de nada.
Ni hasta de sugerir que había que investigar la posible relación íntima que tenía con su contratado informático, Diego Lagomarsino. A la marcha del 18 de febrero la transformó en histórica la conducta de la Presidenta. En el medio del duelo, el dolor y la indignación, unos cuentos desubicados le gritaron asesina. La mandataria no mató a nadie.
Ni siquiera parece lógico o inteligente pensar que el fallecimiento de Nisman le terminaba conviniendo, porque así desaparecería el pedido de su indagatoria. Sin embargo ¿cómo se hace para volver de semejante escándalo político? Quizá su círculo aulico supuso que generando otro escándalo nuevo de la misma envergadura.
El ataque al Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, pudo haber estado impulsado por ese objetivo. Pero, otra vez, les salió el tiro por la culata. La convocatoria que logró Lorenzetti para la apertura del nuevo año judicial fue impresionante. Y su discurso, más allá de la discusión por la causa que investiga el atentado contra la embajada de Israel, fue una clase magistral de derecho, división de poderes y la Constitución Nacional.
El Presidente de la Corte de puso por encima de las bravuconadas presidenciales. Propuso cooperación entre poderes y una nueva mirada hacia el futuro. No la nombró, y se mostró abierto a la crítica y dispuesto a una autocrítica. La Jefa de Estado quedó tan descolocada como en aquella oportunidad, cuando en el medio de su batalla contra el mundo Jorge Bergoglio fue entronizado como Papa.
Esta vez, Lorenzetti, sin agredirla, la empequeñeció. Y comunicó a la sociedad, cuál es la principal obligación de los fiscales y los jueces: ponerles límites al poder. Eso, precisamente, es lo que viene sucediendo con este gobierno. A medida que se acerca el final de la gestión, está tomando conciencia de sus propios límites. Cada vez puede imponer menos, a propios y extraños.
Se le animan fiscales y jueces que antes cajoneaban y cerraban expedientes. La opinión pública dejó de mirar a Cristina Fernández como una dirigente del futuro para empezar a ubicarla en el presente y acomodarla en el pasado, como hizo con el expresidente Carlos Menem en circunstancias parecidas. No importa que hable día por medio en cadena.
No interesa que su ministro de Economía, Axel Kicillof, conceda larguísimos reportajes para recordar que la catástrofe que vaticinaban los agoreros no sucedió y que la inflación se está desacelerando. Porque, cada tanto, en el medio, aparece con más fuerza, un nuevo elemento que reaviva el interés por saber qué pasó con la muerte de Nisman.
Y porque muchos aceptan que se la debe considerar un magnicidio, más allá de la causa real. A principios de semana fueron las nuevas escuchas en las que se basó Nisman para acusar a Cristina Fernández, el canciller Héctor Timerman y otros dirigentes políticos y sociales vinculados con el Frente para la Victoria. En especial las que permitieron oír por primera vez las voces de Moshen Rabbani, el presunto autor intelectual del atentado contra la AMIA, y el supuesto agente de inteligencia Ramón Allan Bogado.
Ya no cabe ninguna duda de que existía una diplomacia paralela operando en favor de los intereses de los sospechosos iraníes. Solo resta confirmar si el gobierno nacional bendijo o convalidó las negociaciones. Su difusión cayó en el gobierno como un balde bien grande de agua fría. Ahora los operadores oficiales trabajan a destajo para evitar que se sigan publicando otras escuchas.
Se equivocan otra vez. No van a poder impedir que tarde o temprano sean organizadas, editadas, puestas en contexto y presentadas en forma de investigación, libro o informes de profundidad, porque así funcionan las cosas. Solo hace falta elegir la oportunidad, y quizá esto suceda antes de las elecciones. Pero cuando todavía seguían trabajando para presionar a ciertos medios, apareció la jueza Sandra Arroyo Salgado y volvió a poner la cuestión Nisman en el tope de la curiosidad de los argentinos. Y la introdujo en el peor de los modos que necesita la administración nacional.
Porque si se da por sentado que al fiscal lo asesinaron, como sostiene su ex esposa, el gobierno en general, y Cristina en particular, no podrán eludir nunca la responsabilidad política que les cabe por el hecho. Tampoco podrán borrar con un nuevo relato las descalificaciones profesionales y personales que le propinaron al muerto. Lo seguirán sufriendo como una maldición. Incluso después de entregar el gobierno.