No es una cuestión real, sino simbólica, que prepara los argumentos de un futuro incierto. A Cristina Kirchner no le importan la candidatura de Daniel Scioli ni las condiciones, ciertamente arduas, que aguardarán al próximo presidente, sea quien fuere. En su polémica resolución del jueves pasado, el juez Daniel Rafecas le hizo un enorme favor al Gobierno.
Pero también tornó más inverosímil aún la denuncia de que existe un Partido Judicial. En vano. No es la causa de Rafecas la que preocupa a la Presidenta, sino la investigación de otro juez, Claudio Bonadio, sobre el lavado de dinero en empresas de la familia presidencial. El fantasma de que la absolución por enriquecimiento ilícito se convierta en cosa juzgada fraudulenta está creciendo, a su vez, en el imaginario cristinista. Tal vez ni siquiera se equivoque.
La resolución de Rafecas podría ser revocada por la Cámara Federal. La interpretación de la última y mortal denuncia de Nisman está abierta a debate entre jueces y fiscales. Algunos la consideran sólida; otros creen que la Justicia debe investigar para establecer si la teoría del fiscal muerto es cierta. Ninguno o muy pocos, eso sí, suscriben la resolución de Rafecas tal como fue escrita. El aspecto más cuestionable de esa resolución no es el rechazo de la denuncia en sí mismo, sino las razones, casi idénticas a las que planteó el Gobierno, que era el acusado. Es decir, tomó por ciertos todos los argumentos del oficialismo y descalificó todas las pruebas de Nisman. Es difícil comprender una resolución respaldada más en la opinión del juez que en el valor de las pruebas. Es probable que Rafecas le haya cerrado para siempre las puertas de su despacho a esa causa.
Aun cuando la Cámara Federal revocara la decisión de Rafecas, sería muy difícil, aunque no imposible, que la denuncia de Nisman volviera a sus manos. Ese juez ya tiene opinión formada y se trata, además, de una investigación que debería ponerse en marcha. ¿Para qué dejarla en manos, entonces, de quien ya dijo que no hay nada que investigar? Si la Cámara habilitara la investigación, la denuncia de Nisman llevará mucho tiempo y terminará, en algún momento lejano, en la Corte Suprema de Justicia. Serán los jueces supremos del país los que deberían decidir si el acuerdo con Irán fue una decisión política no judiciable o un delito. Esa causa es una carga política para Cristina, no una preocupación judicial.
La denuncia de Nisman tomó un giro inesperado, es cierto, justo cuando los peritos de la familia están a punto de dictaminar que el fiscal no se suicidó, sino que fue asesinado. A pesar de todo, la causa más preocupante es, en cambio, la del juez Bonadio por el lavado de dinero que pertenece a la fortuna de los Kirchner. Se trata de la propiedad de la Presidenta y de sus hijos, y en el entramado se mezclan empresarios tan cercanos a ella como Lázaro Báez y Cristóbal López. Bonadio está en la etapa de recolección de pruebas; cuando termine, comenzará a tomar decisiones que podrían ser muy importantes. Más vale no anticipar lo que ni el propio juez sabe con certeza. ¿Qué certezas definitivas podría tener si todavía no recibió todas las pruebas?
El problema de la Presidenta es que no aprovechó las ventajas que el Código Penal les da a los herederos de una persona muerta. Las cosas serían muy distintas si, después de muerto Néstor Kirchner, ella hubiera puesto toda la fortuna en un fideicomiso administrado por una empresa ajena. Quizás ?habrían aparecido irregularidades y sospechas, pero su presunto autor ya hubiera estado muerto. Los delitos penales no se heredan. Dejó las cosas, al revés, en manos de contadores de Santa Cruz y del propio Báez. Así le va.
La Corte Suprema avanzó en los últimos diez años en sentar el precedente de que es posible establecer la cosa juzgada fraudulenta. La Presidenta es beneficiaria de una vieja sentencia del juez Norberto Oyarbide, que sobreseyó al entonces matrimonio presidencial en una causa por enriquecimiento ilícito. Es, en principio, cosa juzgada y, por lo tanto, la Justicia no puede investigar a la Presidenta por aquel delito. Pero ¿qué sucedería si a esa cosa juzgada se la considerara fraudulenta porque, por ejemplo, el juez no buscó la verdad? La Presidenta volvería a ser juzgada por enriquecimiento ilícito con todas las pruebas y sospechas agregadas en los últimos años.
Cristina sabe que está en riesgo. Menea el golpe de Estado, imposible para un gobierno al que le quedan meses de poder, porque en el fondo considera que las próximas elecciones serán un golpe político para ella, su familia y su facción. Las elecciones son el golpismo en ciernes que denuncia una y otra vez, aunque la realidad la desmienta. No tiene heredero confiable y ningún Kirchner puede suceder ahora a otro Kirchner. ¿Cómo no suponer que los comicios son un golpe de Estado cuando ella infiere que su persona es la democracia? ¿O no hubo, acaso, carteles en la vía pública en los últimos días que proclamaban que "la democracia no se imputa"? La imputada era Cristina Kirchner, no la democracia.
Un gobernador cercano a la Presidenta confesó que no le encontraba explicación a la estrategia de Cristina de enfrentarse con todos al mismo tiempo poco antes de irse. Ese gobernador no tiene ?reelección en su provincia. "Yo trato ahora de llevarme bien con amigos y enemigos. Quiero después caminar tranquilo por mi provincia", explica. Es lo que haría cualquier político.
Cristina no lo hace. Tampoco hará nada para resolver la deuda en default parcial, ni el atraso del tipo de cambio, ni el insoportable déficit fiscal. El próximo gobierno heredará un Banco Central con casi nada de reservas en dólares, si se despoja a esas reservas de los créditos, las deudas por pagar y el dinero que no es suyo. Aquel gobernador las llama "reservas alquiladas". El Gobierno se las arregló, en fin, para que parecieran como si fueran reservas propias, aunque no lo son.
Por eso también, a la Presidenta le interesa más tensar la relación con Washington y con Europa. Una líder progresista que se precie de tal necesita mostrarse lejos de los imperialismos supuestos y cerca de los símbolos de la izquierda mundial, como Rusia y China, aunque sean países gobernados por dos autoritarismos de derecha. Es un concepto viejo que está haciendo estragos en la Argentina. ¿Cuánta reacción opositora habría tenido un gobierno argentino que hubiera firmado con los Estados Unidos un acuerdo como el que Cristina firmó con China, casi precolonial? Los chinos no sólo podrán hacerse de obras públicas locales sin pasar por licitaciones, sino también traer sus propios trabajadores desde China, a los que les aplicarán las implacables leyes laborales de China. A pan y agua.
Pero un país gobernado por un Partido Comunista, como es China, le sienta bien a la Presidenta. Algo parecido le sucede con Rusia, la patria de Lenin (y también, cabe recordar, la del criminal Stalin), aunque el déspota de ahora se llame Putin y gobierne uno de los regímenes más corruptos del planeta. Con todo, esos símbolos le sirven para entusiasmar a algunos adolescentes que ignoran todo, salvo el discurso cristinista, y a los nostálgicos de un mundo que desapareció hace 25 años. Está preparando el discurso para cuando haya vuelto a casa, el de una líder progresista perseguida por la Justicia por progresista y no por otra cosa.
A pesar de Rafecas, Cristina necesita la bandera del golpismo judicial y la levantará con argumentos o con pretextos, pero no la dejará. ¿De qué le serviría Scioli, si Scioli no estará en condiciones de salvarla de los jueces? ¿No sería mejor, en cambio, abroquelarse como estandarte de una izquierda alegórica para exhibirse luego como víctima de sus ideas y no de sus hechos?
Padecerá necesariamente la soledad de los rupturistas. Fracturó la sociedad, la dividió con trazos de fanatismo y de odio, sólo para defender una fortuna que ella no puede explicar. El destino se encoge, al fin y al cabo, en el pobre empeño de salvarse de algunos jueces, ni siquiera de todos.