Saltan a la vista los zarpazos judiciales del oficialismo. Le urge asegurarse impunidad. Debe alcanzar la orilla del relevo presidencial poniéndose a salvo de la ley. No tiene tiempo que perder y todo lo puede perder si no procede con rapidez y eficacia. De lo contrario, es mucho lo que peligra: desde la libertad de varios de sus representantes hasta la consistencia del relato. La reducción del Estado a las dimensiones de sus oscuras necesidades terminó por dejar expuestas grietas que el oficialismo necesita camuflar.
¿Y del otro lado qué? Sigue siendo fuerte el estruendo producido por los concurrentes al festival de la fragmentación. La suficiencia de tantas voces que se consideran únicas se hace oír en ese carnaval de alegres disonancias.
Todas creen que una sola de ellas la propia bastará para poner fin al infierno en que vivimos. ¿Que la gente clama por unidad entre quienes aún siguen divididos? Tendrá que adaptarse. ¡Los tiempos de la dirigencia política no son ni pueden ser los de esa muchedumbre ávida de congruencias! Todavía es la hora de los cultores del tapón en los oídos, que no son otros que los aficionados al deleite de mirarse fijamente en el espejo y exclamar estremecidos: ¡Yo! ¡Solo yo! La hora de los que no parecen haber advertido que alcanzar el gobierno no es lo mismo que conquistar el poder. El oficialismo, en cambio, sí conoce la diferencia. Todos sus integrantes son devotos de Lampedusa. Y a coro repiten, incansables, que es necesario que las cosas cambien para que sigan siendo las que son. Llegado el caso, entregarán el gobierno. Nunca el poder.
No les ha faltado perseverancia a los futuros frecuentadores de bambalinas. La tenacidad jamás los abandona cuando se trata de silenciar a la intolerable disidencia. O de intentar convertir en acusados a quienes los acusan. Son maestros de la lengua. Han logrado reducir el idioma al léxico de la obediencia debida, la descalificación perpetua y el bodoque doctrinario. En la ley han sabido ver un signo de la subversión. En la verdad, las huellas inequívocas de la mentira. En la mentira, la fuente inspiradora de la épica. En la muerte oscura de quienes como Nisman no les han rendido pleitesía, una tragedia a la que se empeñan en quitarle relieve nacional y asegurar que en nada les atañe.
Del pobre han hecho un inquilino de la limosna. Del hombre libre, un sospechoso, cuando no un perseguido. A los derechos humanos los convirtieron en un basural de sórdidas ambiciones partidarias. A la palabra "izquierda" en una práctica onanista. Y a la palabra "derecha", en sinónimo de corrupciones ajenas. ¡Y cuánto se han empeñado en hacer creer que el pasado es el porvenir! ¡Y qué dominio de la escena para echar a rodar a los cuatro vientos la afirmación de que nos gobiernan profesionales exitosos!
¡Sufridos apóstoles, todos ellos, de una abnegada entrega a la causa popular! La decadencia argentina digámoslo de una vez no es obra de los Kirchner.
Los Kirchner son el fruto proverbial de la decadencia argentina. Las ventajas derivadas del fracaso para completar la transición a la democracia fueron todas suyas. No han producido el mal. Lo han capitalizado. Lo han multiplicado. Hicieron de él una fuente de ingresos. Ingresos de todo tipo. La esperanza de muchos ilusos fue uno de esos ingresos. También lo fue el egoísmo de los oportunistas. ¡Y todos tan bien administrados! Pobres, ricos, formoseños, riojanos, misioneros, chaqueños, tucumanos, giles y gobernadores inescrupulosos.
Mientras tanto y en la oposición, sigue la suelta de globos y la exhibición de musculatura. Por cierto, hay excepciones. Algunas excepciones. Hombres y mujeres que se resisten a exclamar "con fe, con esperanza, somos el cambio, somos serios, somos distintos, somos lo nuevo". Hombres y mujeres de veras afectados por el dolor de su pueblo. Voceros auténticos del apego a la ley.
De los que sobreviven sumidos en el olvido de los poderosos. De los que apenas comen. De los que apenas hablan. De los que ya ni lloran. De los que sólo son ojos abiertos, muy abiertos, que buscan los nuestros para saber, ya casi sin fe, si aún significan algo para los demás y mendigan y duermen en las calles. Hay hombres y mujeres así entre nuestros políticos. Son íntegros y "no miden bien". Aman la ley y "no miden bien". Dicen la verdad y "no miden bien". Les sobra decencia y "no miden bien". No "enamoran", asegura la experiencia marketinera. Y ella no se equivoca. Como no se equivocan los que tiemblan de espanto y vergüenza ante ese semblante enfermo que tanto dice de lo que se ha hecho de nuestro país. "¡Aprendan a ver la realidad, angelitos!" -vocifera Menem disparando carcajadas desde el Senado y al amparo de la Justicia bajo la pollera amplia del oficialismo. ¡De ese oficialismo que dice combatir a los 90!
Bueno sería que en el otoño, época en la que tantas cosas maduran, lo hagan también los políticos opositores. Y se den cuenta de lo que les espera (y nos espera) si se empecinan en seguir obrando por separado. Hechizado cada uno de ellos por su hermoso perfil y de espaldas al "campo minado con bombas de tiempo" sobre el que LA NACION advirtió hace unas semanas.
¿Cuándo se decidirán? ¿Cuándo empezarán a darle a la sociedad señales de que han resuelto congraciarse entre ellos para desactivar ese territorio sembrado de riesgos para cualquier gestión democrática venidera que no aspire a ser decorativa sino eficiente? ¿O seguirán gritando "¡Somos el porvenir!" hasta que la impotencia los aplaste?
De modo que sí: los que se irán sólo buscan el fracaso de los que vengan. Y cuentan para ello con un aliado invalorable: la suficiencia infantil que hasta ahora manifiestan quienes vendrán tras ellos.
De Sur a Norte y de Este a Oeste, ya son muchos, miles, los desvelados que lo presienten. Es muy posible que a fines de año el país cuente con un nuevo gobierno, pero nada asegura aún que habrá un nuevo poder. Los que se irán proceden con cínica habilidad. Aparentan estar dispuestos a levantar la casa, pero en verdad se instalan en sus fondos de tal modo que la mudanza sólo sea aparente. El kirchnerismo está decidido a que el sueño de la alternancia se convierta, para sus adversarios, en la pesadilla de gobernar sin poder.
¿Hasta cuándo seguirá cantando la cigarra distraída mientras la hormiga se afana y afana acumulando recursos para los días aciagos?
Hay más. El gobierno actual aspira a proceder como un mago. Su astucia no consiste en hacer aparecer la corrupción, sino en hacerla desaparecer. No la quiere erradicada, sino enmascarada. Tapadita, digamos. Pelea para que no se la vea. Y para amordazar a sus denunciantes. Su existencia está lejos de perturbarlo. En cambio, el riesgo de su transparencia lo enloquece. Quiere a la corrupción sumergida de vuelta en las aguas profundas de la clandestinidad. Despliega una guerra contra los incalificables que aspiran a llevarla a la superficie. Y para potenciar esa guerra convoca a sus filas a más y más fiscales. Quiero decir, combatientes que aman la justicia legítima, que es el nombre que hoy recibe el desprecio por la independencia del Poder Judicial.
¿Hay aún quien lo dude? Tal como ha procedido hasta hoy, así procederá el oficialismo si pasa a ser oposición. Cambiará de lugar, no de naturaleza. Y seguirá despreciando a quienes no se subordinen a sus decisiones. Mientras tanto, el espejismo al que son propensos los que sufren miopía política puede hacer creer, a los opositores desunidos, que si alguno de ellos alcanza el gobierno habrá conquistado el poder. Esta ilusión que promoverá el kirchnerismo en el caso de que no sea él mismo quien prosiga como inquilino de la Casa Rosada alentará en los ilusos el sueño de que todo habrá cambiado. A la larga, si así ocurriera, despertarán. Verán entonces que todo sigue igual. O peor.