La casa está en Olivos, a pocas cuadras de la residencia presidencial. Esto puede no significar nada. El único lugar seguro de Olivos es la casona que habita temporalmente Cristina Kirchner. Los delincuentes trataron sin suerte de abrir la caja fuerte del magistrado. Pero ¿qué delincuente no se dejaría seducir por la fascinación de una caja fuerte? Los ladrones aprovecharon que la mucama de la familia abrió la puerta de la casa para pasear el perro. Nada novedoso. La entrada o salida de personas es el momento que más usan los delincuentes para desvalijar casas en el norte elegante de la provincia de Buenos Aires.
Podría, en efecto, ser uno más entre tantos hechos lamentables que suceden en la Argentina. Sin embargo, ocurre que el juez Freiler es miembro de la Cámara Federal que debe resolver si confirma, o no, el procesamiento de Amado Boudou en la causa por la compra de la imprenta Ciccone. Se esperaba, incluso, que esa Cámara dictara una sentencia a fines del año que pasó, antes de la feria judicial. Un misterio frenó la firma de la sentencia. Jueces que habían adelantado entre amigos su voto a favor de confirmar el procesamiento de Boudou, como Freiler, paralizaron de pronto su ímpetu justiciero. Otro juez había anticipado que confirmaría el procesamiento del vicepresidente por algún delito, pero no por todos los delitos esgrimidos en su momento por el juez Ariel Lijo.
Una cosa es el razonamiento que el común de los mortales puede hacer del robo en la casa de Freiler; otra cosa es lo que debe estar pensando Freiler. ¿Por qué los delincuentes perdieron tres horas en tratar de abrir su caja fuerte? ¿Qué buscaban? ¿Fue un mensaje, acaso, para que no vuelva de las vacaciones con esos aires de independencia que mostró en los últimos tiempos? ¿Por qué no se llevaron otras cosas de valor, salvo algunas joyas? ¿Dónde estaba la custodia policial que, por lo general, suele merodear las casas de los jueces importantes del país? Una cosa es segura: Freiler está más cerca de la sospecha política que de cualquier otra especulación. Los jueces no creen en las casualidades.
El caso que afecta al juez Freiler se produjo, además, en el contexto de una sublevación casi generalizada de la Justicia contra la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó. Es como decir que se trata de una sublevación de jueces y fiscales contra Cristina Kirchner. Ellas dos son casi una misma persona política. La furiosa reacción de magistrados y fiscales dejó al desnudo algo que se sabía, pero que no se había comprobado: Justicia Legítima es un conglomerado de ambiciosos y trepadores que no representa en nada al cuerpo estable de funcionarios judiciales. Justicia Legítima fue una creación casi personal de Gils Carbó, su inspiradora y conductora de facto, que al principio logró cierta adhesión de funcionarios judiciales, adhesión que luego fue perdiendo.
La designación de 18 fiscales generales, y la posibilidad del nombramiento de 1700 fiscales más, fue sin duda la obra más efectiva del cristinismo para controlar la Justicia. Si lo lograra, desde ya. El problema es que ninguna otra decisión contra la Justicia, ni siquiera la polémica reforma judicial que fulminó la Corte Suprema, fue tan resistida en los tribunales como las actuales y arbitrarias designaciones de Gils Carbó. La jefa de los fiscales terminó descerrajando una guerra de jueces y fiscales contra el poder político. Es la peor situación para un gobierno asediado por causas judiciales potencialmente peligrosas.
Ni la Asociación de Magistrados ni la Asociación de Fiscales se hubieran pronunciado tan duramente contra Gils Carbó si sus dirigentes no estuvieran seguros de que expresan la opinión de la mayoría de sus afiliados. Ninguna de esas organizaciones podría correr el riesgo de un cisma o de una fractura. La dureza de esos pronunciamientos fue la confirmación explícita del pésimo estado de ánimo que serpentea entre jueces y fiscales.
La última duda se disipó cuando la jueza Claudia Rodríguez Vidal aceptó considerar un pedido de amparo para frenar esas designaciones. Lo hizo después de que un fiscal se pronunció a favor de que resolviera sobre el pedido. El amparo es en este caso una medida cautelar de no innovar hasta que la Justicia se pronuncie sobre el fondo de la cuestión. En síntesis, lo que le piden a Rodríguez Vidal es que le ordene a Gils Carbó que vuelva atrás con sus nombramientos hasta que un tribunal resuelva si está en condiciones, o no, de hacer las designaciones. Rodríguez Vidal saludó a Gils Carbó, en el último día hábil del año pasado, con un pedido para que le envíe su opinión sobre el planteo. La jueza hizo lo que manda el procedimiento, pero le amargó a la procuradora la fiesta de fin de año.
Las dos principales objeciones a las designaciones de Gils Carbó refieren al abuso de poder. Decidió, porque le conviene, aplicar sólo una parte de una ley que no está vigente, el Código Procesal Penal. Los únicos párrafos que tienen vigencia para ella son los que le dan poder para nombrar a nuevos fiscales, mientras el resto del Código tendrá que esperar uno o dos años más para estar operativo. ¿Se puede hacer eso? ¿Se puede aplicar una parte de la ley y otra, no? ¿Se puede, en definitiva, trocear una ley según el gusto y paladar de los que mandan?
Designó, además, en lugares clave de la justicia federal a fiscales que tienen acuerdo del Senado, pero para prestar servicio en el interior del país. Es un desplante memorable a las facultades constitucionales del Senado, que está para dar acuerdos para misiones específicas, no para cualquier misión. Los nombrados son todos fiscales fácilmente manipulables por Gils Carbó. De ahí que una de las causas presentadas contra ella sea por instigación al delito.
Llama la atención que la primera línea de la política opositora haya carecido de más palabras y actos dentro de una guerra que no debería tener sólo como protagonistas a jueces y fiscales. Casi todos los candidatos están en campaña cerca del mar. Las playas y los turistas forman parte del marketing de todas las campañas electorales normales. Pero la Argentina no es, desde hace mucho tiempo, un país normal. Eso lo entendió fácilmente ayer el juez Eduardo Freiler, cuando consideró que ni la insoportable normalidad del crimen era aplicable a su caso.