Las primeras informaciones indican que los agresores, entre disparos, hicieron públicas consignas de reivindicación hacia Mahoma y gritaron "Alá es grande", al tiempo que su acción fue una represalia por la posición crítica que mantenía la publicación francesa atacada hacia el fundamentalismo islámico. El atentado derivó en la muerte del director del semanario, Stéphane Charbonnier; de tres dibujantes, y de dos policías que custodiaban el edificio, entre otras personas.
Este crimen no sólo ha sacudido a Francia, sino a todo el mundo, aunque autoridades y servicios de inteligencia de distintas latitudes sospechaban que ataques de esta magnitud eran factibles, luego de que, meses atrás, el autoproclamado líder del grupo terrorista Estado Islámico lanzó un llamado a todos los musulmanes de Occidente a llevar a cabo una guerra santa.
Nuestro planeta parece asistir, así, a un nuevo capítulo de violencia e intolerancia, que debe conducir a todos los hombres de bien y al mundo democrático a repudiar lo sucedido y a unir sus esfuerzos, sin distinción de ideologías, para erradicar estas tenebrosas estructuras del terror.
Al igual que ante tantos episodios semejantes, como el atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York, en 2001; el ataque a la estación de Atocha, en Madrid, en 2004, o los que sufrimos los argentinos en 1992 y en 1994, no puede haber lugar para desencuentros cuando se trata de desbaratar a los enemigos de la vida humana.
Tampoco cabe detenerse ahora para juzgar si la libertad de expresión por parte de quienes difundían sus ideas con cierta irreverencia fue ejercida con la debida responsabilidad. Estamos hablando de un derecho humano fundamental que jamás puede ser conculcado, y mucho menos mediante la violencia. Cualquier exceso en su ejercicio debe ser siempre preferible a todo intento por silenciar voces.
La intolerancia religiosa tiene numerosos antecedentes en la historia de la humanidad. Muchos hechos de violencia ocurridos en lo que va del siglo XXI parecen confirmar algunas de las predicciones que el recordado politólogo Samuel Huntington enunció en su obra El choque de las civilizaciones, según las cuales los conflictos de esta centuria estarían signados más por fracturas culturales y religiosas que por disputas territoriales, políticas o económicas.
Pero es necesario insistir en que los crímenes terroristas no son cometidos por las creencias religiosas, sino por personas que expresan fanatismos y visiones incompatibles con la tolerancia y la concordia. Es menester también evitar caer en el error de achacar la violencia terrorista a los musulmanes, que en su inmensa mayoría no avalan la acción de quienes ponen bombas, enseñan a jóvenes y niños a matar y a convertirse en terroristas suicidas o masacran a grupos de cristianos.
Así como miles de franceses y también de amantes de la paz y la libertad de otros países salieron ayer a las calles para condenar lo acontecido en París, es vital que todos los gobiernos, incluido el argentino, se unan no sólo en una condena a los actos terroristas, sino también en abierta defensa de la libertad de prensa y de expresión, que ayer fue víctima de un golpe atroz.