El kirchnerismo y los peronistas acaban de dejar en crudo la calidad de su política. Probablemente Cristina Fernández pueda hacer desde ahora menos alharaca reclamando a la oposición que exhiba sus propuestas en lugar de sus habituales intrigas y rencillas. El oficialismo, por imperio presidencial, quedó transformado en un conventillo porque a Daniel Scioli se le ocurrió asistir en Mar del Plata a una reunión social-cultural organizada por el Grupo Clarín.
Así las cosas, el Frente Amplio-UNEN podría continuar sin rubores con sus desuniones. Mauricio Macri no tendría por qué avergonzarse de la puja entre su delfín, Horacio Rodríguez Larreta, y la indócil Gabriela Michetti por la candidatura en la Ciudad. Sergio Massa tampoco tendría que inquietarse demasiado por las perturbaciones políticas que Martín Insaurralde y su esposa, Jesica Cirio, todavía a lo lejos, causan en el Frente Renovador.
Aquella osadía de Scioli --que ni siquiera balbuceó palabras-- mereció, al menos hasta ayer, dos ruedas de prensa matinales de Jorge Capitanich. El jefe de Gabinete colocó al gobernador bonaerense en el bando de los demonios. Y retomó el libreto presidencial, en sus tuits, sobre las razones del éxito inicial de la temporada de verano. Síntesis: las candidaturas en el FPV parecerían ponderarse de acuerdo a la asistencia o ausencia a determinados eventos; la consistencia del modelo estaría garantizada por el amuchamiento de sombrillas y reposeras en las playas. Doña Rosa, aquel personaje imaginario al que solía hablarle Bernardo Neustadt, podría quedar convertida frente a esa bagatela K en Rosa de Luxemburgo. La construcción del pensamiento “progresista” estaría en el fin de ciclo quedando reducida a harapos.
Capitanich no dijo nada que no piense Cristina. Cada mañana recibe telefónicamente sus directivas. El jefe de Gabinete apenas le añade su impronta, esperpéntica, que ayuda muy poco. La Presidenta, en el arranque del año electoral, se enfrentaría a un doble problema que ha venido postergando: no quiere a Scioli de heredero, aunque el gobernador persiga inclaudicable ese premio; no tiene con quien reemplazarlo todavía, si es que posee para octubre aspiraciones de triunfo. Cristina pareciera atrapada en el laberinto construído durante una década junto a Néstor Kirchner: la conducción personalista, potenciada en sus años hasta extremos patológicos. Podría decirse, sin exagerar, que esa conducción quedó circunscripta después de la muerte del ex presidente a ella misma y a su hijo, Máximo.
Las alquimias electorales habría servido de poco. Cristina permitió que no menos de cinco o seis dirigentes pretendan plantarse frente a Scioli para disputarle las primarias. Pero ninguno termina de arrancar. No se dan cuenta, o consienten con mansedumbre, que el principal problema radicaría en el sistema determinado por la Presidenta. Nadie puede pensar diferente a ella. Así resultaría muy difícil que la tanda de pretendidos candidatos puedan adquirir vida política propia.
Tal dependencia quedó al desnudo por el episodio de Scioli. Florencio Randazzo, el ministro del Interior, Julián Domínguez, el titular de Diputados y Sergio Uribarri, el gobernador de Entre Ríos, repitieron argumentos sólo como pobres loros. Existieron otros aportes de aquellos que aspiran a sobrevivir de alguna manera y, quizás, protegerse de la Justicia si el kirchnerismo debe dejar el poder. “Hay fotos que lastiman”, se lamentó Julio De Vido. La diputada ultra K, Diana Conti, le habría anticipado el futuro al gobernador bonaerense. Objetó la posible postulación a diputado sciolista de Sergio Goicochea, el ex arquero de la selección en el Mundial 90. Scioli no tendrá ninguna mano libre para elegir compañías y disponer las listas de legisladores.
El gobernador de Buenos Aires pudo haber empezado a comprobar con aquel inexplicable incidente otra cosa. El pejotismo lo apuntala en su proyecto presidencial y se abroqueló en torno suyo después de la perforación que produjo Massa, cuando ganó las legislativas del 2013. Pero ante el dilema que plantea Cristina prefiere guardar silencio. Son presos de su lógica y su relato --aunque crean otra cosa-- ni bien se agitan ciertas banderas: la puja contra los fondos buitre, contra las corporaciones y contra los medios de comunicación ajenos a la mirada K.
Salvando alguna distancia, podría establecerse un parangón con aquel derrotero que en su época siguió Eduardo Duhalde. Al ex presidente, que pregonaba el fin de la convertibilidad, también lo seguían varios mandatarios provinciales. Pero ninguno se le animaba a Carlos Menem. El riojano terminó arrinconando a Duhalde, que se inclinó ante Fernando de la Rúa. La situación asomaría ahora aún mas enredada. Scioli asegura defender los postulados kirchneristas. No plantea ninguna diferencia, fuera del color anaranjado, ni ruptura. Pero ni la Presidenta ni los sectores K mas rancios lo quieren de candidato. Pareciera la verdadera historia de la incompresión.
Tampoco le asistiría al gobernador de Buenos Aires mucho derecho a la queja o la sorpresa. Desde que una noche, cuando invitó al matrimonio Kirchner a celebrar la victoria del 2003, montó en su quincho del Abasto una escenografía con el dúo Pimpinela y otras yerbas conoció que con Cristina no existía química política ni estética. El ex presidente comprendió, en cambio, que ese mal trago era apenas un precio al que obligaba la escalada del poder.
Scioli se propuso ser presidente siempre de la mano de Cristina. Nunca en contra ella. Aunque tal vez no imaginó que la obstinación opositora de la mandataria llegara a tanto. Así está dispuesto a continuar aunque se desate sobre él la peor de las tormentas. Podría estar resonando en su cabeza aquella frase que le soltó Massa, cuando negociaban antes de las primarias un acuerdo para las legislativas del años pasado: “Si te quedás, te van a terminar matando”, machacó sin suerte el líder del Frente Renovador.
El gobernador decidió quedarse, perdió la elección en Buenos Aires, y ahora debe cohabitar con el kirchnerismo esa geografía bélica y hostil. La fortaleza de Scioli continúa estando en los números --según las encuestas-- pero nadie sabe cuánto resistirían esos números las provocaciones permanentes de los K. El desglose de las cifras siempre indica lo mismo: el candidato retiene el voto kirchnerista y añade otra porción de electores que suponen verlo diferente a Cristina y los suyos. Pero si la Presidenta se propusiera fracturar el voto K y derivarlo a otro aspirante las chances del gobernador bonaerense ingresarían, a lo mejor, en un espacio de elevado riesgo.
Los interrogantes empezarían a multiplicarse para el gobernador. ¿Su inacción ante el kirchnerismo no podría causar la fuga de aquellos independientes?. Una hipotética réplica, ¿ no podría resultar tardía?. En uno u otro caso, ¿no podrían esas conductas transmitir a la sociedad cierta falta de carácter?. Por otra parte, una dependencia que podría generar incertidumbres sobre su autonomía para gobernar el país, si le tocara.
Todos esos representarían flancos políticamente explotables para Macri o Massa. Que podrían alejarlo de la meta de la victoria. Quizás, lo que busca Cristina.