Ya nada es como era. Un gobierno asediado por su pasado está ahora en lugar del que todavía, a principios de enero, conservaba la iniciativa política.
El proyecto del cristinismo de retener un significativo poder después del final de su mandato vacila también dramáticamente. Un gobierno desesperado sucedió, en fin, al que hasta hace poco se pavoneaba con su capacidad para organizar la política a su antojo. No fue el fiscal Nisman el arquitecto de semejante derrumbe.
Nisman sólo mostró sin maquillajes, y por otras razones, la increíble promiscuidad entre servicios de inteligencia y el lumpenaje político que rodea al oficialismo, entre empinados funcionarios y operadores de ideología nazi-fascista. La extraña muerte del fiscal y la pésima reacción de la Presidenta contribuyeron, sí, a profundizar las consecuencias políticas de aquella denuncia.
¿Qué provocó esa muerte? ¿Un suicidio? ¿Un suicidio inducido? ¿Un homicidio? Las teorías y sus interpretaciones abundan. Sólo existen tres hipótesis. Una es la de la Justicia argentina, que hasta ahora no encuentra más pruebas que la de un suicidio, aunque sigue investigando el caso bajo la carátula de "muerte dudosa". Otra es la de su familia, que coincide con la de gran parte de la sociedad argentina, que no cree en el suicidio de Nisman. La tercera viene del exterior. Varios países occidentales (Estados Unidos, entre ellos) desconfían del suicidio y promueven una investigación profunda de lo que sucedió en el departamento de Nisman el día de su muerte. El gobierno de Israel (o un sector de él) está convencido de que lo mataron sicarios del gobierno iraní con cómplices locales. Es la teoría que, a grandes trazos, publicó el influyente diario británico The Telegraph, aunque éste incluyó a una célula de espías locales cercanos al Gobierno que habría operado sin autorización de Cristina Kirchner.
Una Argentina desconfiada no creerá jamás en el suicidio de Nisman. Digan lo que digan, muestren lo que muestren. Es imposible establecer ahora si la espectacular denuncia de Nisman sobre el presunto encubrimiento de terroristas por parte de la Presidenta y su canciller merecerá una condena judicial. Pero ya existe una condena política en la sociedad, sobre todo después de las escuchas telefónicas que mostraron lo peor del kirchnerismo.
Las grabaciones que se conocen son sólo una parte insignificante del material acumulado por el fiscal muerto. En diciembre pasado, Nisman le contó a un amigo que tenía grabadas conversaciones desde teléfonos de la Casa de Gobierno que probaban el encubrimiento. No había intervenido teléfonos oficiales, pero éstos se habían comunicado con personas que sí tenían sus teléfonos intervenidos. "Tengo todas las pruebas en mis manos", le aseguró Nisman a este periodista un día antes de hacer la denuncia y cinco días antes de morir.
Hasta es probable que Cristina Kirchner haya tenido información previa sobre el trabajo del fiscal. ¿Por qué decapitó a la ex SIDE en diciembre?
¿Por qué nombró en su dirección a Oscar Parrilli, el funcionario que hacía de nexo permanente (lo hizo durante años) con el piquetero Luis DElía, a quien el antisemitismo le brota por los poros? ¿Cómo despegar a Parrilli de Cristina, si Parrilli es, y fue siempre, un simple y sumiso cumplidor de órdenes presidenciales? ¿Por qué nombró como segundo del espionaje a Juan Martín Mena, el abogado que escribió el argumento jurídico del acuerdo con Irán?
¿Lo hizo, acaso, para que los autores de esos acuerdos secretos y oscuros se encargaran de desarmar el trabajo de Nisman? El trabajo de Nisman ya estaba hecho. Y desnudó, buscando otra pista, las covachas vergonzantes del oficialismo, como su vinculación con las barras bravas del fútbol. En estas grabaciones, otra vez apareció DElía como un nexo importante entre el trabajo sucio y la plata negra del oficialismo.
Es, al fin y al cabo, un gobierno sin suerte. O la desgracia es demasiado grande como para tener suerte. Intentó en vano tapar una muerte imponente con decisiones que sólo empeoraron las cosas. La disolución de la ex SIDE no carece de cinismo. El espionaje oficial fue el ejecutor de las políticas kirchneristas frente a opositores, empresarios, sindicalistas y periodistas.
Muchos medios oficialistas recogen, y recogían, su información diaria en oficinas de la ex SIDE, no en despachos políticos del Gobierno. La vida privada de muchos argentinos, sus conversaciones telefónicas, sus historias manipuladas y falseadas fue obra de los agentes de la ex SIDE, debidamente publicada por los medios financiados por el Gobierno. ¿Cómo quejarse ahora, entonces, porque la democracia no supo hacer servicios de inteligencia profesionales, como dijo la Presidenta? ¿Cómo, si fueron ellos los que profundizaron la vieja práctica de la ex SIDE de meterse en cuestiones políticas y personales, en lugar de resguardar la seguridad nacional?
En esa atmósfera de reformas que no cambian nada aparece la figura de Alejandra Gils Carbó. La jefa de los fiscales provocó una bronca infinita entre los fiscales. "La denuncia de Nisman amerita una profunda investigación. Las escuchas están y comprometen al Gobierno", dijo uno de los más serios y prestigiosos fiscales. Sin embargo, Gils Carbó no advirtió nunca que su cargo le imponía la responsabilidad de hablar pública y sinceramente del caso Nisman.
Era su deber, pero el cargo la sobrepasa permanentemente. En lugar de ser la jefa de un virtual cuarto poder, según la Constitución de 1994, prefirió la adhesión política que terminó con el mal momento que debió pasar en el velatorio de Nisman. Hay, es cierto, una fisura entre los fiscales. Una minoría está vinculada a Justicia Legítima, la creación de Gils Carbó, que se manifestó escandalizada por el procesamiento de un fiscal alejandrino por su mala praxis, Carlos Gonella. Esa fracción no dijo nada sobre la muerte irremediable de otro fiscal, Nisman. Ni la muerte sensibiliza la dureza ideológica.
El contexto es el menos propicio para poner en manos de Gils Carbó las escuchas telefónicas, según el proyecto de la Presidenta. La intervención de los teléfonos por parte del Estado sólo puede ser autorizada por un juez. En teoría. El trabajo lo hace la ex SIDE, que termina escuchando las conversaciones de medio mundo. Cristina decidió ahora sacarles ese poder a los espías en los que casi no confía para depositarlo en manos de Gils Carbó, en la que sí confía. Ahora bien, si es un trabajo que sólo pueden ordenar los jueces, ¿por qué la oficina de intervenciones telefónicas no está en la órbita de la Corte Suprema de Justicia? Porque la Corte es considerada enemiga por la Presidenta.
La otra decisión de Cristina Kirchner para distraer fue la designación del abogado penalista Roberto Carlés como miembro de la Corte Suprema. No será juez de ese tribunal, porque la oposición se comprometió en un documento firmado a no darle al Gobierno los dos tercios necesarios de los votos en el Senado para nombrar a un juez supremo. Carlés mintió en su currículum y, encima, era un empleado sin funciones específicas en el Senado.
Hizo cosas peores. En noviembre pasado lo llamó por teléfono desde el Vaticano al senador Ernesto Sanz, presidente del radicalismo, partido que tiene en el Senado el mayor número de votos opositores, para insinuarle que era el candidato del papa Francisco para el cargo en la Corte. Le aseguró a Sanz, a quien no conoce, que recibiría llamadas de importantes personas. Nadie llamó a Sanz. Tuvo la misma conversación con el ex jefe de Gabinete Alberto Fernández, a quien le pidió que intercediera ante Sergio Massa. Un dirigente opositor decidió chequear la información con el Vaticano. La respuesta de un colaborador del Papa, corta y definitiva, fue así: "Pasó por aquí como pasan tantos argentinos, pero el Papa no tiene candidatos para ningún cargo". Carlés es el típico argentino pícaro.
El final de una era personalista y autoritaria no significa nunca una transición ordenada hacia un régimen distinto. Está marcado siempre por un escandaloso derrumbe, que amenaza los valores esenciales del sistema político. Y está impregnado por la degradación de la palabra, de la razón y de los sentimientos.