Ante la percepción creciente de la pobreza que también nos habita, esta visión complaciente fue poco a poco reemplazada por otra según la cual, aun si somos un país rico, tenemos muchos pobres adentro.
Un estudio de la Universidad Católica Argentina (UCA) pubicado ayer precisa y agrava esta percepción. En el Gran Buenos Aires hay 1.300.000 menores de 17 años que son pobres. Son el 42,6% del total en su franja de edad. Esta cifra se reduce ligeramente en el total del país, al 38,8%. El relativo alivio de este descenso fue compensado por el hecho de que, en los últimos dos años, debido a la recesión, la pobreza juvenil volvió a aumentar. ¿Habría que concluir, por lo visto, que la pobreza de los argentinos no sólo es grave sino que además viene en aumento?
Esta nueva percepción contraviene a largos hábitos de pensamiento. Mientras nos creímos un país rico, mimado por Dios, también nos imaginamos hasta cierto punto eximidos del esfuerzo. La visión de la pampa sobreabundante parecía prometerlo todo. En este panorama, la necesidad del esfuerzo se presentaba como una excepción quizá pasajera, que debía ser reemplazada antes pronto que tarde por la normalidad de una Argentina otra vez fácil.
Este facilismo, ¿no nos perjudicó como sociedad? Esbocemos una mirada comparativa de Chile y la Argentina. Ellos, que son pobres, se saben pobres. Nosotros, hasta hace poco tiempo, nos creímos ricos. Nuestro esfuerzo relativo, por lo tanto, fue menor que el de ellos. Si prolongamos en el tiempo estas dos tendencias, ¿terminaremos algún día nosotros pobres y ellos ricos? En el lenguaje popular, ¿los argentinos somos o nos la creemos?
Otra pregunta todavía más inquietante se desprende de esta última: si tuviéramos que corregir alguna de estas dos visiones, ¿qué nos sería más difícil? ¿Bajar de una pretendida euforia o subir hasta la cima de un nuevo esfuerzo? ¿Abandonar lo que fue una deliciosa ilusión o ponernos, de nuevo, a trabajar en serio? En 1978, Chile y la Argentina estuvieron por irse a las manos. Los dictadores eran por entonces Pinochet y Videla. La tragedia, a Dios gracias, se evitó. Pero queda todavía una pregunta, por fortuna retórica: ¿quiénes habrían prevalecido en esa imaginaria contienda? ¿La austeridad chilena o la abundancia argentina? Por fortuna para chilenos y argentinos, esta pregunta quedará sin respuesta.
En todo caso, la nueva visión que estamos adquiriendo acerca de nosotros mismos ya no nos habla de un país rico sino de un país que, si en algún momento fue rico, hoy se halla sitiado por crecientes bolsones de pobreza. ¿No es para alarmarse? ¿No debería alarmarnos, todavía más, que no nos alarmáramos lo suficiente? Los optimistas desecharán esta visión como injustificadamente pesimista. Los pesimistas imaginarán a los optimistas bailando despreocupadamente sobre la cubierta del Titanic.
Quizás habría que moderar el filo de estas perspectivas contrapuestas. El Titanic no tendría por qué ser, para nosotros, una catástrofe evidente sino algo más sutil: quedar a mitad de camino de nuestras posibilidades, de nuestras legítimas ambiciones. Imaginemos, como símbolo de nuestro posible fracaso como país, por ejemplo, la medianía, la mediocridad. Sería un fracaso que nadie sentiría salvo nosotros; que a nadie dañaría, salvo a nosotros. Pero aun así, ¡cómo nos dolería! Aun en tal caso, sobrevolaría sobre nuestra memoria el severo mandato de San Martín. "Serás lo que debas ser y si no, no serás nada". Con otras palabras, San Martín nos prohibió, como pueblo, resignarnos a la medianía, revolcarnos en la mediocridad. ¿Qué otra cosa deberíamos desear los argentinos? ¿Un gran territorio? Ya lo tenemos. ¿Cierta calidad de vida? Hacia ella vamos. Pacíficos vecinos? Están allí. Incluso el gigantesco Brasil se presenta como un desafío comparable al que Canadá perfila en el Norte, exigiéndonos que, así como en América del Norte sobresalen los Estados Unidos, nosotros logremos sobresalir no sólo por nuestra "cantidad" sino también por nuestra "calidad".
La mesa, en suma, está servida. Lejos de "aprietes" oprobiosos, estamos prontos para intentar nuestra propia ejemplaridad. Nada nos detendrá, salvo nuestra propia timidez ante la historia. Otros pueblos han tenido que guerrear para ser. Al nuestro le ha sido concedido el extraordinario privilegio de ser con sus vecinos, sin necesidad de dominar o aplastar. De abrirse al mundo desde el fin del mundo, en busca de incitantes horizontes que lo llaman desde aquello que no es, pero que pronto será.