El hombre, algo aturdido, sólo atinó a responderle: “Dejame ver”. Fue para salir del atolladero. Esa empresa, luego de gestiones arduas con la casa matriz en el exterior, logró autorización este año para una inversión módica con el fin de ampliar su planta. No habría margen para nada más en un país, la Argentina, cuya economía se contrae y un sector, el automotriz, que viene en declinación desde el año pasado. En julio registró un pico de caída del 17,1 por ciento.
Detrás de la anécdota se estarían ocultando varias cosas de este tiempo muy enrarecido del Gobierno. Primero: una preponderancia del ministro de Economía como no se recuerda desde las épocas de Roberto Lavagna. Aunque el ex funcionario exhibió siempre un estilo cuidado y debió cotejar sus decisiones cruciales con Néstor Kirchner.
Kicillof, en cambio, parece tener encantada a Cristina Fernández. La economía, además, no es una viga fuerte en el bagaje presidencial. Segundo: el modo espasmódico con que se comporta el ministro. La crisis automotriz estaría lejos de saldarse con la hipotética presentación de un vehículo nuevo. Tampoco respondería a maniobras perversas de las empresas, como insinuó Jorge Capitanich.
Esa cadena de producción sufre por los insumos importados.
Aquella crisis obedece a múltiples razones, también al descenso de las ventas a Brasil. Pero a Axel, como a todo el kirchnerismo, le interesa sobre todo el combate en el terreno del relato.
Kicillof poseería otras dificultades.
Está embriagado por el poder que le transferiría Cristina. Y no lo disimula. Esa borrachera lo induce a subestimar la capacidad del resto de los ministros, incluso algunos que lo adularon cuando irrumpió en el firmamento K. No son pocos dentro del propio Gobierno los que por ese motivo y su descortesía siempre a flor de labio lo emparentan con Guillermo Moreno.
Aquel supersecretario de Comercio que goza hoy de un buen pasar en la Embajada en Roma. Moreno, una vez que partió Lavagna, se convirtió en el propietario virtual de la economía. Hacía y deshacía dentro de un barullo general. En sólo diez días Kicillof dispuso el cierre de las exportaciones de la carne, la leche y la yerba mate.
Existe un perfil en el ministro de Economía incluso más inquietante que el del ex supersecretario. Ambos son provocadores, pero parte de esa condición Moreno la incorporó en sus tiempos de la militancia callejera, de setentismo. Kicillof carece de esos antecedentes. Su trayectoria transcurrió en los claustros de la educación estatal. A fines de septiembre cumplirá 43 años. Es decir, su vida estuvo ajena a los vaivenes políticos y tenía apenas 4 años cuando se instauró la sangrienta dictadura de 1976. Creció plenamente en democracia. Al trasluz de sus palabras y sus conductas, o habría aprendido poco del sistema o ese sistema estaría fallando en algunas estaciones sensibles.
La prepotencia que suele mostrar como funcionario público tiene poca relación con las lecciones básicas de la democracia.
Habría que concederle, sin embargo, un punto a favor respecto de Moreno. Comparte decisiones con su equipo que, de riguroso uniforme sin corbata, como si fueran miembros de una logia, lo reconoce sin dobleces como jefe. Augusto Costa sería el que tendría mayor musculatura técnica. Los empresarios que lo frecuentan aseguran que nunca incurre en los desbordes de Kicillof. Pero, como él, está firmemente convencido de que la economía y las empresas no pueden funcionar sin una puntillosa injerencia del Estado. En ese aspecto, sería más dogmático que su antecesor.
Todo aquel paisaje del poder kirchnerista no dejaría, verdaderamente, de sorprender. La consolidación de Kicillof se produce en paralelo con la peor performance económica de la década. Incluida la crisis del 2008-2009. Recesión acentuada, mayor inflación, destrucción del empleo. ¿Cómo comprender semejante contradicción? El peronismo, en sus innumerables pinceladas, constituye siempre una tierra misteriosa. Casi tanto como muchas de las conductas colectivas.
Aquella consolidación del ministro de Economía ocurrió en medio de vaivenes. Entre otras, la devaluación ortodoxa del verano. O las idas y venidas con las tasas de interés, acuciado por la falta de actividad económica y la fuga de dólares del Banco Central. La semana anterior había obligado a Juan Carlos Fábrega a bajar aquellas tasas con el argumento de acicatear la producción. Los últimos días decidió aumentarlas otra vez por la pérdida de reservas del Central. Después de instalado el conflicto con los fondos buitre y la justicia de EE.UU. se ha desatado –como en los meses estivales– una carrera por el dólar que nadie sabe con qué receta logrará detener. El reflejo inmediato ha sido paralizar las autorizaciones para importar. Se han congelado en ese rubro casi US$ 3.500 millones.
Otra muestra del afán oportunista de Kicillof sería la inflación. El ministro de Economía ordenó un poco las estadísticas del INDEC por exigencia del Fondo Monetario Internacional mientras mantuvo la expectativa de una normalización del frente externo. Aun así, aquella tendencia fue siempre ascendente: del 0,9% en noviembre al 1,4% en julio, aunque para los mismos meses las consultoras privadas establecieron un 2,4% y 2,5%. Desde que el pleito con los holdouts se empantanó, las cifras volvieron a relajarse.
El INDEC está hablando de una contracción del PBI del 0,2% en el segundo trimestre. Los estudios privados estiman un 1,5%. Más cerca de lo que indican los ojos.
Lo cierto es que, aún en esas condiciones precarias, Cristina y Kicillof desarrollaron una ofensiva fructífera en el Congreso. Consiguieron dictamen en el Senado para la ley de abastecimiento y también el proyecto que prevé un cambio de sede para el pago a los bonistas que ingresaron en los canjes de la deuda del 2005 y 2010 en default. Es seguro que ambas normas serán aprobadas en el recinto. ¿Cómo se explica tanta facilidad? Una parte se justifica con la historia: el kirchnerismo sigue contando con una mayoría que obtuvo en el 2011 con el 54% y que no alcanzó para ser quebrada con la derrota en las legislativas del año pasado. Otro tramo podría ser avalado por una oposición que no logra unificar posturas y tiene como mayor desafío la construcción de una alternativa de poder para el 2015. La explicación más consistente podría encontrarse en el propio peronismo. El pejotismo (gobernadores y alcaldes) está aferrado al Gobierno por su asfixia financiera. El déficit aumenta de modo exponencial en Buenos Aires. Daniel Scioli respalda todas las decisiones del Gobierno (la pelea con los buitres y las críticas a la huelga nacional).
La famosa liga de gobernadores formaría parte del pasado.
Ese vacío habría sido llenado por algunos bloques de intendentes (el massismo es un ejemplo) pero sin un peso específico todavía parecido.
La única espina que se clavó en esa avanzada kirchnerista fue la huelga nacional motorizada por Hugo Moyano, el jefe de la CGT, y Hugo Barrionuevo, que explotaron muy bien la CTA de Pablo Micheli y los gremios de la izquierda radicalizada. El problema no habría radicado en la dimensión del paro ni en la previsible pulseada, en ese sentido, entre sindicatos y oficialismo. La cuestión ha sido la imposibilidad del Gobierno de pretender tapar todo el paisaje con la pelea con los fondos buitre y el juez Thomas Griesa.
El paro posibilitó visualizar con claridad el deterioro de la situación social. Y la impotencia objetiva que demuestra Cristina para ofrecer alguna respuesta. Este será el verdadero quid de la transición. También, el gran obstáculo para los presidenciables que piensen aflorar desde el kirchnerismo.
K icillof atiende poco la economía doméstica. O la atiende con impulsos. Ha comenzado a justificar el estado de crisis por el letargo de la economía mundial. Hace semanas, no más, Cristina peroraba sobre el derrumbe del planeta y la firmeza de la economía nacional. A ambos le seduce la batalla contra los fondos buitre y sus acusaciones a la oposición (“se convertirán en una escribanía de Griesa”, disparó el ministro en el Congreso), aunque ignoren el destino que pueda tener el plan de cambiar la sede de pago a los bonistas. El juez de Nueva York dejó enfriada la mediación. Estaría aguardando que el Congreso apruebe la ley del cambio de sede para declarar, tal vez, el desacato. Nadie atina a adivinar, con justeza, sus posibles consecuencias.
Nada bueno sucedería. Aunque algunas de las consecuencias empezarían a asomar antes de aquella aprobación. Rusia se distrae de las inversiones que Valdimir Putin prometió en su paso por Buenos Aires. China vacila por la situación irregular y siente presión de los buitres por los fondos que acordó con la Argentina. El Gobierno pretende activar el swap convenido con el gigante asiático para apuntalar las reservas menguantes del Central.
La transición se complica. El Gobierno no hace nada para simplificarla. Rumbea, al parecer, hacia otra radicalizacion.
¿Radicalizarse cuando empieza a despedirse del poder?
Suena ilógico. Pero casi nunca la lógica ha formado parte de la tradición política argentina.