La pobreza y la indigencia, en muchísimos casos, se heredan de generación en generación. Va adoptando diferentes facetas, pero mantiene un explosivo ADN cargado de vulneración de derechos elementales junto con falta de oportunidades.
En un momento en el que el gobierno sigue eludiendo su responsabilidad e intenta tapar con estadísticas falaces los millones de rostros que asume la pobreza, se torna fundamental hacer foco en cómo romper con el círculo de la exclusión que lleva a tantas familias a vivir sin sueños de mejora, resignándose desesperanzadamente a un futuro precario, a un porvenir sin nada bueno.
Políticos, economistas periodistas e investigadores sociales habían rechazado airadamente que, en abril de este año, el Indec no difundiera el último informe semestral de pobreza. Las consultoras independientes señalaron que la pobreza real superaría hasta seis veces el último dato oficial correspondiente al primer semestre de 2013, pues no sería del 4,7 por ciento, como indicaba aquel último informe del Indec, sino que rondaría entre el 20 y el 30,9%. ¿Cómo no sería así si todavía hay 3,3 millones de beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo a los que se sumaron 1.500.000 más del plan para los denominados "ni-ni", es decir, jóvenes que no estudian ni trabajan. Por más que se haya querido engañar a la ciudadanía convenciéndola de que crecíamos a tasas chinas y de que no había pobres, la realidad confirma que, en términos meramente económicos, sólo la inversión destinada a producción puede modificar este estado de cosas.
Estamos hablando también de cómo se hipoteca inescrupulosamente el futuro de miles de niños y jóvenes que hoy, tras más de una década de supuesta bonanza económica, encuentran gravemente insatisfechas sus necesidades básicas. Como bien señala Unicef, el ciclo de la pobreza no se agota en el transcurso de la vida de una persona. Una niña que nace en condiciones de pobreza tendrá más probabilidades de quedar embarazada y tener hijos a edad por demás temprana. Una niña desnutrida será inevitablemente una madre desnutrida, que dará seguramente a luz hijos con bajo peso al nacer.
Sin la alimentación necesaria a lo largo de los dos primeros años, el desarrollo cerebral y la capacidad de aprendizaje sufren graves e inevitables consecuencias por lo que, al igual que sus padres, hay alta probabilidad de que los niños pobres de hoy leguen su pobreza a la generación siguiente.
En este sentido, cifras del Observatorio de la Deuda Social Argentina indican que las personas que viven en el estrato socioeconómico más bajo tienen 22 veces más probabilidades de caer en la indigencia que las del estrato medioalto, 21 veces más probabilidades de padecer inseguridad alimentaria, 18 veces más probabilidades de percibir ingresos por debajo de la línea de pobreza y 9 veces menos probabilidades de poder ahorrar.
En contextos de pobreza prolongada, la esperanza es justamente lo primero que se pierde, porque quienes la sufren no conocen escenarios diferentes ni se sienten preparados para construir un futuro mejor, carecen de oportunidades para crecer y no reciben las herramientas necesarias para poder ser artífices de un mejor destino. Inmersos en una acuciante realidad, no pueden mirar más allá de las urgencias de un presente en el que faltan alimento, salud y vivienda.
Como tantas veces destacamos desde estas columnas, para empezar a romper con el vicioso y escandaloso círculo de la pobreza, la mayoría de los especialistas coinciden en señalar un único camino posible: concentrar las políticas públicas en una educación de calidad que favorezca una inserción concreta en el mundo del trabajo.
Manipular por especulaciones políticas las cifras de la pobreza e indigencia constituye una conducta criminal. En la medida en que como sociedad no reconozcamos la urgencia por modificar este vergonzoso estado de cosas, el futuro de nuestro país se acorta.
Solo encarando comprometida y seriamente el desafío de educar, comenzaremos a dar los primeros pasos en la tarea de construir el país que queremos y que nuestros hoy excluidos compatriotas merecen. Es hora de recuperar aquella valiosa movilidad social que ayudó a nuestros padres, abuelos y bisabuelos a forjar esta nación. Solo así, nuestros hijos y nietos tendrán alguna probabilidad de ver desarticulada esta perversa pobreza estructural que se aferra con fuerza frente a la impávida mirada de muchos de sus principales responsables.
Como suele recordarnos Abel Albino, el médico que ha sabido motorizar, a través de 40 centros de la Fundación Conin en el país, la preocupación por desterrar la nefasta desnutrición infantil para garantizar la igualdad de oportunidades: hay que dejar de pensar en las próximas elecciones y empezar a pensar en las próximas generaciones.