La segunda huelga general en apenas cuatro meses a un gobierno peronista expresa muchas cosas políticas y sociales como para reducirlas a la manipulación de los porcentajes. Fue un paro muy importante, pero que no tuvo el acatamiento del de abril pasado. Es una contradicción a primera vista, porque la economía está mucho peor ahora que hace cuatro meses. Sin embargo, existen explicaciones prácticas, económicas y sociales para tales contradicciones.
En primer lugar, se confirmó el papel decisivo que juega en una huelga la adhesión -o no- del transporte público. Su rol no se limita a la capacidad o incapacidad de los ciudadanos para llegar a sus lugares de trabajo. La ausencia del transporte público es un argumento perfecto para el que no quiere ir a trabajar, pero se queda sin él si existen medios para viajar.
La novedad de los últimos años es que los choferes de colectivos se han convertido en virtuales empleados públicos.
En el caso de los colectivos, entre el 70 y el 80 por ciento del dinero que ingresa a las empresas es subsidio del Estado. Pero, a diferencia de los ferrocarriles, el Gobierno tiene con los colectivos el escaparate de que existen empresas privadas en la relación entre el trabajador y el Estado. Los aumentos de salarios o la oferta de empleo está formalmente en manos de privados, aunque éstos dependen de las transferencias de dinero que les hace el Estado. Otra cosa, menos explicable, son los acuerdos soterrados entre los dirigentes de UTA, el gremio de los choferes, y el Gobierno. Esos arreglos también existieron.
Las huelgas más exitosas se han hecho cuando existía el malestar, pero no peligraba el empleo. Es muy distinto de lo que sucede ahora. La caída del salario real fue en lo que va del año de entre el 7 y el 10 por ciento, según los distintos métodos de medición. Sea como sea, se trata de un derrumbe importante de la capacidad adquisitiva de los argentinos.
Con todo, la prioridad actual de los trabajadores está más cerca de la conservación del empleo que de la mejora salarial. Entre 200.000 y 300.000 trabajadores podrían sumarse al desempleo durante 2014, hasta fin de año. Las grandes empresas están suspendiendo empleados, que es la antesala del despido. Pequeñas empresas están quebrando. Miles de comercios han cerrado o programan hacerlo en los próximos meses. La percepción de la fragilidad del empleo ahora es el aspecto más importante para cualquier trabajador.
Por eso, algunos gremios analizaban ayer plantear, en la próxima etapa de su lucha, la reapertura de las paritarias. Ése es un fantasma que produce pánico en el Gobierno. Hace poco, y luego de la cuarta huelga nacional del gremio bancario, el ministro de Trabajo, Carlos Tomada , les pidió a los bancos que absorbieran ellos el impuesto a las ganancias o parte de ese gravamen. Los bancos le contestaron que comprendían el problema de sus empleados con ese impuesto, pero que la patronal pediría la reapertura de las paritarias si debía poner más dinero sobre la mesa. No hubo más presión. Le siguió un silencio absoluto, que aún continúa.
El impuesto a las ganancias se ha convertido en uno de los brazos de la tenaza que destruye el salario. El otro brazo es la inflación, que ya roza el 40 por ciento anual. El Gobierno se niega a resolver el problema del mínimo no imponible de manera definitiva. Sólo acepta, cuando acepta, hacer pequeños retoques que la inflación se encarga de borrar en muy poco tiempo. El impuesto a las ganancias ocupa el tercer lugar en el ranking de los gravámenes más pródigos para las arcas del Tesoro nacional. Está después del IVA y de la Seguridad Social. El IVA, que es un impuesto generalizado, recauda 350.000 millones de pesos. El impuesto a las ganancias cosecha 250.000 millones de pesos. La magnitud de la recaudación explica de manera incomparable el enorme universo de trabajadores comprendido por el "impuesto al trabajo", como lo llama Hugo Moyano.
Es ciertamente hipócrita la tesis de que ese impuesto es imprescindible para financiar los subsidios para los desocupados o los marginados del sistema económico. Resulta que son los trabajadores los que deberían hacer un sacrificio que el Gobierno no está dispuesto a hacer. Jamás existió en la administración cristinista la más elemental intención de bajar el excesivo gasto público. Hay déficit fiscal y no hay financiamiento. ¿A qué magia recurre el Gobierno para cubrir la brecha entre lo que recauda y lo que gasta? No hay magia. La deuda del Gobierno con el Banco Central y con la Anses es ya de 120.000 millones de dólares. Es la deuda que no se dice y que, posiblemente, nunca se pagará. El supuesto desendeudamiento no comprende a las reservas del Estado ni al dinero de los jubilados.
La huelga de ayer tuvo también su dosis de politización. Fue asombroso que muchos metrodelegados, los que manejan las comisiones internas del transporte de subterráneos, no se hayan plegado a la huelga de los sindicatos opositores. Son comisiones duras, que suelen acosar a Mauricio Macri con paros imprevistos por cualquier insignificancia. Pero su afiliación política es kirchnerista. Salvo excepciones, los metrodelegados no aceptaron una huelga contra su gobierno.
Del mismo modo, debe analizarse la huelga nacional. No hay registro histórico de un gobierno peronista con dos huelgas nacionales en tan poco tiempo. Esas cosas se les hacen a los gobiernos radicales, no a los peronistas. Existía otra excepción histórica: el de Cristina Kirchner es el primer gobierno peronista que rompió relaciones con el principal dirigente sindical del país. Guste o no, ese papel lo cumple Hugo Moyano . Una discusión diferente consistiría en establecer cómo consiguió ese lugar y cómo acumuló semejante poder. Pero esa historia se escribe en otro lugar.
La perseverancia de Moyano en la protesta y la participación del sindicalismo más radicalizado en los piquetes explican mejor que nada la relación de la Presidenta con el peronismo y con la izquierda verdadera. La izquierda con antecedentes y con coherencia, aunque seguramente equivocada, en sus luchas laborales. Es la contracara del progresismo retórico del cristinismo, que habla de revoluciones incomprobables, mientras se refugia en un Estado generoso o en los opulentos edificios de Puerto Madero.
Por lo demás, Moyano es un peronista de tomo y lomo. El peronismo debe entenderse, aunque sea en un esfuerzo extraordinario de síntesis, como la suma de gobernadores e intendentes del conurbano. No hay gobernador o intendente que se prive de una relación política o personal con Moyano. Ésa es una prueba incuestionable, más allá de los aplausos de rigor y de las escenografías aburridas por su repetición, de la distancia política que ya existe entre Cristina Kirchner y el peronismo.
Tal vez, la huelga de ayer fue sólo el comienzo de una era más caótica en el cosmos laboral y social. Una economía en recesión sin solución a la vista; una inflación que sólo podría pegar nuevos respingos, e inestabilidad de las empresas y del empleo. Ésa es la línea de un horizonte inmediato y devastador. ¿Por qué la reacción social sería en adelante mejor que la que ya fue?.