El congreso que acaba de realizar Maizar, cadena en la que convergen las actividades concernientes a la producción y comercialización del maíz en la Argentina, se realizó bajo una advocación a la que harían bien en acogerse otras instituciones vinculadas con el campo: "El desafío: mejorar la comunicación".
Es tan manifiesto el desconocimiento sobre la eficiencia e impacto de las tareas agrícolas y ganaderas sobre el conjunto de la economía nacional, que un curso acelerado respecto de esos temas, destinado a dirigentes de otras franjas sociales, culturales y políticas, contribuiría a infundir razonabilidad en algunos de los debates de fondo que aún se plantean en la sociedad argentina. Ese curso valdría, sobre todo, para quienes gobiernan, pero igualmente para aquellos que desde la oposición formulan todavía opiniones tan anacrónicas, asombrosas y sin fundamentación contra los alimentos transgénicos.
Ha sido oportuno, con todo, que la propuesta de una docencia sistematizada a propósito de aquellas cuestiones haya partido de la gente vinculada a uno de los cultivos más nobles y trascendentes y, también, de mayor impacto en la vida moderna. Con los alrededor de 25 millones de toneladas que el maíz ha aportado en la última campaña, su participación en la economía está por encima del trigo (10,1), de la cebada (4,8), del sorgo (4,3) y del girasol (4,3); sólo es superado por el fenómeno excepcional de la soja, presente con 55,5 millones de toneladas. A diferencia, sin embargo, de esa commodity que alguna vez la Presidenta se atrevió a calificar de "yuyo" como si nada le debiera, en su condición de gramínea el maíz vale tanto por sí mismo como por el carácter de enriquecedor de suelos y de potenciador de la productividad eventual de los cultivos a los que precede. Deja una masa de rastrojos imponente, casi tanta como la del sorgo, y además hiende la tierra con raíces vastas y profundas, preparándola así para renovados y mejores servicios a la humanidad.
Tres factores han procurado, por distintas razones, concertar intereses contra la gran alianza del hombre que trabaja a cielo abierto con la naturaleza y el ingenio que destella en laboratorios de investigación y establecimientos fabriles asociados a la producción agrícola. Actores de aquella conjunción han sido el desdeñoso y desagradecido trato de los gobiernos de estos últimos once años con el campo, la ignorancia orgánica o simulada de intelectuales ineptos para pronunciarse sobre cuestiones agronómicas y la labor, con algo del zángano, de sectores empresarios que han vivido succionando riquezas ajenas porque, privados de subsidios, no habrían tenido mucho destino.
Nadie ha logrado, por fortuna, desanimar a los protagonistas de la proeza rural de todos los días, al punto que está fuera de cualquier duda que ella se eleva, por preparación, esfuerzo y aptitudes, como la más dinámica de la economía argentina. Con sinceridad digna de rescatarse, así lo reconoció en el congreso de Maizar el secretario de Agricultura, Roberto Gabriel Delgado, cuando afirmó que el campo no bajó los brazos a pesar de todas las dificultades. Destacó que ha sido un ejemplo de competitividad.
El 56 por ciento de las divisas que ingresan en el país es de origen rural; igual procedencia tiene el 44 por ciento de los aportes tributarios. ¿Cómo no comunicarlo con arte persuasivo y perseverante empeño en los ámbitos urbanos, en cuyo ajetreo se adoptan a diario decisiones que afectan a la comunidad en general? ¿Cómo no poner de relieve, sin ir más lejos, que el maíz ha sido estos años por importancia la tercera polea de las exportaciones argentinas después de la soja y de la industria automotriz? Y, en realidad, la segunda, porque este último complejo industrial ha sido deficitario en generación de divisas netas.
Es encomiable el trabajo presentado con ánimo docente en Maizar a fin de que se sepa que el maíz es algo más que la planta por cuyo fruto, vulgarmente el choclo, hay alto aprecio en la cocina criolla.
El maíz está presente, a través de sus derivados, en la base de la producción industrial de jabones, cosméticos, lociones para afeitar, levaduras, pastas dentífricas, pomadas para lustrar calzado, colas para empapelar y elementos utilizados en la construcción de tabiques. Está en las manos de alumnos y maestras cuando utilizan tizas, papeles o cartones, y vuelve a ocupar un lugar en las cocinas, convertido en aceite, mayonesas, helados, carnes, huevos, bebidas carbonatadas, y se halla en las farmacias como insumo en pañales absorbentes o en casi un centenar de antibióticos. Y nada se diga de la importancia contemporánea de este cultivo en el nuevo y creciente campo de los biocombustibles; en su caso específico, el etanol.
El discurso de apertura de las deliberaciones, de Gastón Fernández Palma, presidente de Maizar, reflejó el tono respetuoso pero rotundo que ha ido ganando espacio en las entidades representativas de la producción nacional luego de años en que las posiciones de vanguardia en la lucha por las libertades y los derechos de rango constitucional corrieron por cuenta de la Mesa de Enlace. Fernández Palma fue en un sentido aún más allá, porque no sólo defendió esas libertades, incluida la de expresarse libremente, sino que embistió contra "los pseudocientíficos y la prensa amarillista", habituada a envolverse en banderas ambientalistas para atacar las actividades agrícolas.
Ése es un nuevo capítulo entre las batallas que deberá librar el campo. Se trata no sólo de realizar a escala masiva un trabajo pedagógico sobre el uso racional de los elementos químicos, sin los cuales no habría combate efectivo contra plagas y enfermedades, sino también de poner al descubierto falacias contenidas en mitos que prescinden, por ejemplo, de que tres trillones (sic) de comidas transgénicas no han ocasionado un solo caso mortal y que, tal vez, no podría decirse lo mismo de los alimentos orgánicos.
Los avances de la tecnología deberán ir asociados, a un paso más armonioso que hasta aquí, con la comunicación de sus cruciales implicancias. Es indispensable que las sociedades modernas sepan que el abastecimiento alimenticio de la población mundial, proyectada para 2050 con una densidad mundial de 9600 millones de personas, está exigiendo que para entonces la producción de alimentos haya crecido el 66 por ciento en relación con la actualidad.
El campo, por su parte, debe lograr que se instale en la conciencia de los productores que ese logro será inalcanzable sin sustentabilidad ambiental, económica y social. Y el Gobierno, a su turno, deberá introducir reformas drásticas en una política acostumbrada a depredar recursos y neutralizar posibilidades de crecimiento. Deberá reducir gradualmente, hasta su eliminación, tributos tan injustos como las retenciones y acelerar, desde ya, la rebaja de las que pesan sobre cultivos como el maíz y el trigo. Son gramíneas que, con la rotación apropiada y el sistema de labranza cero, enriquecen el suelo y detienen la degradación a la que lo somete la continua siembra de soja sin adecuados intervalos.
El campo no es ni puede ser una actividad minera, sino de racional creación y aprovechamiento de recursos renovables. No conviene ignorar, por lo tanto, los peligros que se ciernen sobre el porvenir si prosigue, desprovista de adecuadas reposiciones, una porfía suicida en la extracción de nutrientes: de nitrógeno, fósforo, azufre y de innumerables micronutrientes. La fogonean políticas tan erróneas como rapaces. Si casi dos terceras partes de los más de treinta millones de hectáreas bajo régimen de siembra que hay en la Argentina están cultivadas con soja, es porque el Gobierno sólo piensa en su interés inmediato y olvida, como de costumbre, qué herencia dejará al país en 2015.
Cabe celebrar, por lo expuesto, el mensaje renovador de Maizar y confiar en su emulación por cuantas voces haya activas para promover con responsabilidad las actividades agropecuarias del país.