El día que al proyecto "nacional y popular" le quiten los adjetivos y la "épica", y quede en claro que no constituyó la resistencia, sino que fueron sus hombres los que manejaron el verdadero poder, el dinero y el Parlamento, los años del kirchnerismo serán recordados como la continuidad del menemismo por otro medios. O, en todo caso, como una variante del peronismo de discurso "neoliberal" llevada hacia un peronismo de discurso "progresista". Pero la esencia y el legado de ambas terminarán pareciendo, en el fondo, la misma cosa.
Si se analizara con detenimiento y sin prestar atención al ruido de las palabras, se encontraría, por ejemplo, que a la convertibilidad del 1 a 1 de Domingo Cavallo le correspondió otra, durante los años de gestión de Néstor Kirchner, que se hizo insostenible en el tiempo y que terminó con un cepo cambiario que la economía todavía sufre. Si se pudiera deslindar el vehemente discurso del ministro de Economía, Axel Kicillof, de las acciones concretas, se podría concluir que las acciones resultan muy parecidas a las medidas de "la ortodoxia de derecha" que él mismo y la Presidenta critican. El ajuste, la devaluación, el pago a los juicios en el Ciadi, la indemnización a Repsol y el acuerdo con el Club de París son decisiones que cualquier presidente latinoamericano hubiera tomado, pero quizá antes, con mejores resultados y sin el dedo levantado. Y, sobre todo, sin presentarlo como si se tratara de la primera revolución social del siglo XXI.
El profundo retroceso en materia de educación, los altísimos niveles de pobreza e indigencia que este gobierno dejó de medir, la manipulación de las estadísticas y las mentiras que se dijeron para justificarla no parecen jugadas muy distintas al doble o el triple discurso que usaban los ministros de Menem para disfrazar los estragos sociales que dejó la política de privatización. La base de los últimos discursos de la presidenta Cristina Fernández y del ministro de Economía tiene un altísimo porcentaje de señales para la tribuna, pero si se los desmenuza bien parece muy claro que el Gobierno asumió que se debe sentar a negociar con los fondos buitre, frente a la mirada implacable del juez Thomas Griesa.
Igual, la bravuconada de pico, en este caso, puede tener consecuencias prácticas y desagradables. Cada fallo del magistrado norteamericano sobre las cuestiones de la deuda Argentina estuvo impregnado por la indignación que le provocó el tono desafiante y prepotente de la jefa del Estado y sus ministros y secretarios. Como Griesa no vive aquí ni es candidato a presidente para las próximas elecciones, al juez le importa muy poco lo que piensen de él en nuestro país. Y sí parece importarle, y mucho, que un Estado nacional aparezca desobedeciendo fallos que él mismo firmó de su puño y letra.
El martes, en los pasillos de un canal de TV, un veterano dirigente peronista que fue menemista, duhaldista, kirchnerista y ahora forma parte del Frente Renovador, que lidera Sergio Massa, me dijo: "Es muy inteligente lo que están haciendo Cristina y Kicillof. ¿Qué político que no quiera tirar su carrera al diablo va a ser capaz de confrontar con el discurso de que los fondos buitre son malos, mezquinos, injustos y representan la esencia misma del mal? Desde luego, yo no lo voy a hacer, y ningún peronista que comprenda este juego se va a animar a hacerlo". Hay una parte de verdad en lo que sostiene este diputado nacional. Los fondos buitre no tienen emociones, ni proyecto político, ni quieren gobernar países, ni les importan la pobreza y la situación social de ninguna nación. Solo les importa obtener el mayor provecho de su mezquina compra de papeles basura, en cualquier circunstancia y bajo cualquier régimen político. Eso sí: los dueños de esos fondos tienen la precaución de comprar deuda con los máximos recaudos legales, y pagan fortunas a los mejores abogados para asegurarse de que no van a perder ni un solo dólar y de que los tribunales de Nueva York van a perseguir por todo el planeta a los funcionarios de cualquier Estado a los que se les ocurra no cumplir con sus obligaciones. Tan sencillo como eso.
Ahora mismo el problema es si la retórica anti-fondos buitre y también anti-juez de la primera potencia mundial sirve para mejorar las condiciones de negociación o las va a terminar empeorando. Detrás de esta respuesta no está sólo el futuro de los próximos meses de este gobierno, sino el impacto en la economía de bolsillo de la mayoría de los argentinos. Si el Estado argentino entra en default o el juez Griesa lo obliga a negociar y a pagarles una parte de la deuda a los fondos buitre en efectivo, habrá menos crédito, menos consumo, más recesión, más pobreza y más malhumor.
Toda la movida de la ortodoxia económica que apuntaba a endeudarse en el exterior para conseguir más crédito y revitalizar la economía no habrá servido al Gobierno de nada. Además, el relato épico contra los fondos buitre y el imperio tendrá menos efectividad, porque impactará sobre la mayoría de una sociedad que ya da por descontado que este gobierno se está despidiendo. El mayor inconveniente que tienen los discursos románticos y de resistencia es que cuanto más exageran, más rápido y más fuerte terminan chocando contra la realidad. Después, el paso del tiempo los castiga todavía más y ya no hay manipulación de la estadística o frase ingeniosa que pueda sostener el autoengaño. Diego Capusotto dijo hace unos años, mitad en broma, mitad en serio, que el kirchnerismo era menemismo con derechos humanos. Pero hasta la bandera y los sueños de las Madres se están viendo salpicados de clientelismo político y graves hechos de corrupción.
Memoria, justicia y verdad es no olvidarse de lo que está pasando ahora. Confrontar el presente real con las palabras huecas y las consignas vacías. Es cierto que la retórica K contra "el poder" aparece, a primera vista, más atractiva que el poco amigable relato del menemismo, pero, otra vez, la distancia entre los dichos y los hechos terminará provocando una decepción todavía más fuerte. Por eso no hay que abusar del uso de las medias verdades. Y si la Presidenta todavía sueña con volver después de diciembre de 2015, deberá sortear primero la enorme desilusión colectiva que se desplomará sobre su gestión, a pesar de tanta propaganda oficial para que los argentinos la piensen como una estadista o una fuera de serie.