Es curioso lo que está pasando en los tribunales de Nueva York. Nuestro gobierno está perdiendo en ellos un pleito tras otro frente a los "fondos buitre" porque, aunque parezca mentira, no se empeña en ganarlos, sino en convencer a nuestro propio público de que "merece" ganarlos. Quiere ser algo así como el "vencedor moral" de una contienda mediática que no se resuelve en los tribunales, sino fuera de ellos.
Todo empezó quizá cuando a nuestros acreedores empezamos a llamarlos "fondos buitre". Esto les dio a los pleitos un tono épico, un alcance moral. Ellos eran los "malos" y nosotros, los "buenos". Nuestra eventual derrota dejó de ser entonces un mero incidente judicial para convertirse en un agravio inaceptable. De aquí a imaginar una conspiración internacional contra la Argentina no había más que un paso. En este contexto, parecía apropiado victimizarse para demostrar que nuestro gobierno estaba jugando cuesta arriba, en una cancha inclinada.
Ambos rivales de Nueva York, así, operaban en frentes separados. En los tribunales judiciales y ante la opinión pública argentina. En aquéllos, ganaban los fondos buitre. Ante ésta, ganaba el nacionalismo a un punto tal que resultaría antipático, entre nosotros, hacerles una mínima concesión a nuestros rivales, al menos en público. La cancha estaba, en efecto, inclinada. En el plano judicial estábamos perdiendo. Pero en el plano emocional estábamos ganando. La cancha era de ellos. La tribuna era nuestra. Pasó algo parecido en la Guerra de las Malvinas. Perdimos, pero ganamos. Mientras tanto, por supuesto, los ingleses siguieron en las Malvinas del mismo modo que los fondos buitre están ganando en Nueva York.
Un adagio romano rezaba así: "Suaviter in forma, fortiter in re" ("suaves en la forma, fuertes en la realidad"). Lo cortés no quita lo valiente. Pero tanto en las Malvinas como ante los fondos buitre nosotros fuimos "fortiter in forma, suaviter in re". Ganamos, pero perdimos. Ganamos ante las masas. Perdimos en la realidad.
En general, las cuestiones diplomáticas, de gobierno a gobierno, discurren de otra forma que en la plaza, donde se hace presente el pueblo. Pero también el pueblo, finalmente, cuenta. El arte de gobernar consiste en atraer al pueblo a la plaza, para que refuerce al gobierno. Pero esto no se consigue si son otros los intereses del pueblo. Si la articulación entre los impulsos populares y las metas gubernamentales es adecuada, aumenta la eficacia del Estado. En el caso contrario, se debilita el vínculo entre el pueblo y el Estado.
En sus tramos finales, el gobierno de Cristina atraviesa su fase más débil. No tiene, por otra parte, una tradición a la cual aferrarse. Lo más inquietante es, en esta materia, que aún no se anuncia aquel que debiera reemplazarlo. Cristina, como Kirchner, quiso todo, pero se está quedando casi sin nada. El consuelo es que después de este matrimonio del poder vendrá probablemente un consenso republicano, en cuyo interior varios tendrán algo, pero nadie podrá pretenderlo todo. Será entonces, en medio de esta moderación, que se podrá construir un consenso republicano, pluralista y rotativo, las aguas mansas del poskirchnerismo donde florecerá la normalidad, para beneficio de todos.
La pretensión totalitaria de Cristina, mientras tanto, se apaga sin dejar sucesión. En lugar de su frustrado monopolio vendrán intentos valiosos, pero ninguno de ellos totalitario. Seremos finalmente una república, donde varios contarán, pero ninguno de ellos demasiado. Seremos finalmente lo que queremos ser, una república democrática.
No habría que hacerse demasiadas ilusiones sobre la presunta eficiencia de la inminente república democrática. Como en Chile o Uruguay, lo suyo no será probablemente "brillante", sino apenas "normal". Normal y creciente, por una maduración casi necesaria. Después de tantos sobresaltos, de tantas idas y venidas, ¿no debiéramos contemplar esta perspectiva con satisfacción, casi con entusiasmo?
Otorguémosles a los tiempos que vendrán, de antemano, el beneficio de un moderado optimismo. ¿Qué ha sido la Argentina hasta ahora? Una promesa tan alta como su discontinuidad. Grandes impulsos, grandes baches. ¿Podemos imaginarnos, a cambio, la suma constante, sin prisa y sin pausa, de la continuidad? ¿En lugar de las grandes exaltaciones y las grandes frustraciones, la suma del fecundo día a día que se estire hacia el futuro en la dirección que nos habíamos prometido? La grandeza de la Argentina que todavía esperamos no se anunciará al fin mediante personajes extraordinarios, sino mediante la marcha tranquila de todo un pueblo al cual, finalmente, le habrá llegado la hora porque habrá decidido no resignarse, como San Martín, a no ser nada.