Cuando la pelota se pone en movimiento, el caso Boudou ya trascendió los parámetros normales transformándose en un escándalo. Para la sociedad el fenómeno no es novedoso, se experimenta como la réplica periódica de una antigua falla estructural del poder. Quizá lo nuevo haya que buscarlo en otro lado: el antiguo problema afecta a un gobierno que encaró su gestión como una gesta emancipadora, propia de militantes con altos estándares morales.
El conflicto tiene otro condimento: ese gobierno, cuyo funcionario está en la picota, padece la debilidad y la angustia del fin de ciclo. El ocaso posee un síntoma desesperante para el poder que se despide: los aspirantes a sucederlo -en el plano político, empresarial y mediático- se reúnen y se exhiben a sus espaldas, ya sin temor a la sanción, escenificando la nueva configuración del poder. Que eso ocurra significa que se han puesto en movimiento los mecanismos de sucesión, que darán lugar a la renovación de las elites. En la primera etapa de este proceso dominan los gestos atrevidos, los contactos antes impensados se hacen evidentes, las fotografías toman el lugar de los editoriales, los argumentos retroceden ante los flashes. Todo sucede en la cima, en el llamado "círculo rojo", bajo la forma de un reacomodamiento, con nuevas piezas que se ensamblan, con otras que se desechan. La opinión pública aún no participa, solo se expresa a través del incierto cristal de los sondeos. En la fase siguiente, cuando llegue la época electoral, dará su veredicto, eligiendo, con el desapego normal de las democracias asentadas, las ofertas que se le presenten.
Tal vez, la pérdida de miedo al kirchnerismo -el hecho de que pareciera que todos se le atreven- sea el común denominador del momento. Y deba enmarcarse allí el caso Boudou. Normalmente, la declinación hace perder a los gobiernos el control sobre las distintas formas de oposición. En democracia, ellos dependen de la capacidad para ocupar el centro del poder y, desde allí, reforzar su legitimidad a través de políticas públicas que favorezcan a los votantes. Si aciertan, estarán en condiciones de litigar ventajosamente contra la oposición y los medios críticos, y de mantener preeminencia sobre los otros poderes del Estado. Pero cuando la suerte cambia, porque las políticas son equivocadas o la reelección imposible, no existen resortes efectivos para restablecer el respeto, se afloja el poder de sanción, se relaja la disciplina. La desgracia suele abatirse entonces sobre los gobiernos salientes sin que ellos puedan hacer mucho para torcer el destino. En ese contexto, las reuniones de políticos opositores y empresarios con reflejos, los jueces que ya no se dejan presionar, las investigaciones periodísticas, las filtraciones desde adentro, las internas feroces, el descenso en los sondeos, y finalmente la corrupción, constituyen una suerte de tormenta perfecta que preludia el final.
En esta descripción, la corrupción es un síntoma, entre otros, del debilitamiento del Gobierno. La posibilidad de que un caso de presunta deshonestidad se convierta en un escándalo indica que las condiciones son propicias: la opinión pública cuestiona al Gobierno, el funcionario involucrado es el número dos de la administración, se atraviesa un período preelectoral, la Justicia y los medios de comunicación encuentran nuevos alicientes para avanzar, juzgando o desenmascarando el mal desempeño de los burócratas. En este punto, el final del kirchnerismo recuerda al del menemismo: la corrupción escandaliza en el ocaso, no en el cénit de los regímenes. Cuando son débiles, no cuando predominan y tienen prestigio. Cabe preguntar, entonces, cuál es la verdadera intención de los dirigentes argentinos ante la corrupción: ¿hacer leña del árbol caído o tener instituciones sanas? ¿Anotarse con oportunismo en la nueva configuración del poder o empezar a limpiar la administración pública?
Tal vez resulte útil no desechar estos interrogantes. La corrupción suscita sentimientos diversos: hipocresía, arrepentimiento, deseo sincero de cambiar. Antes de sentarse a ver a Messi, algunos aspirantes presidenciales preparan "paquetes" contra la corrupción que hace poco desechaban, acaso porque el tema no figuraba en las encuestas. Empresarios reconocen que fueron demasiado tolerantes y se disculpan; "alguna vez habrá que perder un negocio", dice uno con cruda sinceridad. Otros líderes apuestan a erradicar las prácticas ilegales con propuestas programáticas meditadas. Nadie tiene ya temor a expresarse, resta saber quiénes son sinceros.
En este marco, el caso Boudou puede ser una anécdota más de fin de ciclo, que luego se diluya, o un verdadero punto de inflexión. La respuesta dependerá del deseo de cambio de la sociedad argentina cuando le toque, pronto, expresar su voluntad.