El parcial sinceramiento de la economía, en uno de los peores momentos políticos y sindicales que le tocó vivir, es la prueba de dos decisiones de Cristina Kirchner . Quiere llegar a diciembre de 2015 y quiere hacerlo de la mejor manera posible. Tales determinaciones no dejan de ser una novedad en un mundo político en el que abundaron las versiones catastróficas, sobre todo después de su enfermedad y de la derrota política de octubre pasado . En el camino, la Presidenta podrá luchar por el nombre de ese ajuste, pero nunca podrá cambiar el contenido del ajuste. Lo está haciendo con índices cada vez más pobres de imagen popular y cuando los gremios están asediando su nuevo plan económico.
En las mediciones de opinión pública, todos los índices marcan un mayor deterioro político del Gobierno. Importantes mayorías sociales no confían en la política económica ni en que la inflación vaya a descender. No creen en la eficacia del Gobierno ni en que la marcha del país tenga una mejor perspectiva. Cristina Kirchner se mantiene en índices bajos de popularidad, alrededor del 30 por ciento de aceptación. "Está débil y su destino es seguir debilitándose", concluyó un analista de opinión pública.
Los sindicatos se sublevan. Nadie podía esperar otra cosa de una política nueva que se sostiene en la reducción del salario real de los trabajadores y en frenar el consumo, que fue la herramienta electoral más eficaz del kirchnerismo durante una década. Antonio Caló, el jefe del mítico sindicato metalúrgico, debe enfrentar un clima cismático en su gremio por haber firmado un aumento inferior al 30 por ciento. El techo que el Gobierno había fijado para las paritarias de este año era del 25 por ciento. Hasta economistas oficiales prevén que la inflación del año alcanzará el 35 por ciento. Aquel techo era la forma de rebanarle poder adquisitivo a los salarios. Pero el techo se cayó. Los aumentos a los docentes elevaron el piso a más del 30 por ciento. La política antiinflacionaria se tambalea.
Muy pocos gremios cerraron sus paritarias. El resto prefiere tener antes algunas certezas. Una de ellas es el nivel del aumento a los docentes. Otra es el ritmo de la inflación. Hugo Moyano percibió que ese mal clima sindical y social necesitaba una catarsis. La huelga general del próximo jueves 10 podría canalizar gran parte de ese malhumor. Moyano no trabaja para Sergio Massa, que es lo que repite Jorge Capitanich. Hace poco le preguntaron al líder camionero si apoyaba a Massa o a Daniel Scioli, y la respuesta fue típica de un peronista pícaro: "Le contesto quince días antes de las elecciones". Un eventual apoyo de Moyano a Massa no le garantizaría, por otra parte, ningún triunfo huelguístico al líder sindical. En cualquier caso, necesitaría del previo descontento social para plasmar su iniciativa en un paro exitoso. Es lo que tiene.
Astuto, Moyano evitó el paro con movilización. Los gremios, paranoicos como pocos, creen que el general Milani está preparando una conspiración para hacerlos quedar mal. ¿Una refriega entre trabajadores e infiltrados durante una marcha? ¿Un herido o un muerto en medio de la trifulca? Es mejor la foto de ciudades muertas por la huelga que la noticia de probables peleas campales.
Cristina Kirchner es, además, una aspiradora de los enojos sociales. Las últimas mediciones de opinión pública señalan que la sociedad bonaerense le atribuye más responsabilidad al gobierno nacional que a Scioli en el conflicto de los docentes de Buenos Aires. El propio Scioli suele decir que eso es injusto. Pero son las cosas que el gobernador consigue increíblemente. Gran parte de la sociedad de su provincia carga, también, sobre las espaldas de los intendentes y del gobierno nacional el enorme problema de la inseguridad. La responsabilidad de Scioli aparece en tercer lugar, cuando es él quien tiene el control de la policía.
Scioli generalizó el aumento a los docentes y lo hizo efectivo en todas las categorías. El porcentaje está en discusión, pero es superior al 30 por ciento. Su límite era el incremento que los maestros habían recibido en la Capital, Santa Fe y Córdoba. Todos ellos ya corrieron, de todos modos, el piso de los aumentos para los otros sindicatos y lo elevaron en cinco puntos, por lo menos. En el conflicto sindical se mezclan también las corrientes internas de los gremios dominadas por una izquierda no kirchnerista, trotskista a veces. Roberto Baradel, de los docentes bonaerenses, sufre ese cerco. El caso se replica en la mayoría de los gremios.
En ese contexto de rabietas y vaivenes, Cristina Kirchner ordenó un tarifazo, al que no llama tarifazo. El precio del agua no se modificaba desde fines de los años 90. El último aumento real del precio del gas fue en 2004, hace diez años. La sinceridad también tiene un límite. No incluyó, por ahora, al transporte ni a la electricidad, que son los servicios públicos más usados permanentemente. El valor del agua estaba tan bajo que era un servicio casi gratuito. Cualquier aumento podría pasar inadvertido. El precio del gas aumentó entre el 100 y el 200 por ciento en dólares. Pero su atraso es del 860 por ciento en dólares. El incremento del precio del gas se sentirá en los próximos meses del invierno.
¿Por qué Cristina autorizó ese megaumento en algunos servicios públicos cuando no se han resuelto aún las paritarias? ¿No podrían los gremios, acaso, tomar ese incremento en las tarifas para elevar aún más sus reclamos salariales? Fuentes oficiales señalaron la necesidad del Gobierno de bajar rápidamente la necesidad de dólares para importar energía. Los primeros fríos comenzarán a llegar en la próxima quincena. Trata, ahora, de que los argentinos no sigan abriendo la ventana para regular la calefacción. El kirchnerismo los acostumbró en los buenos tiempos a esa práctica, única en el mundo.
Otra versión indica que el Gobierno dio una señal de austeridad justo el mismo día en que notificaba a los bonistas que no cobrarían la indexación por el crecimiento del PBI. Economistas privados y el índice del Congreso habían estipulado que el crecimiento del PBI del año pasado fue de entre el 2,9 y el 3,1 por ciento. Los tenedores de bonos sólo cobrarían esa indexación a partir de un crecimiento del 3,22 por ciento. No debían cobrar, por lo tanto, según las mediciones privadas y parlamentarias. Pero el exitismo oficial elevó el crecimiento del PBI en 2013 hasta el 4,9 por ciento, según anunció el Gobierno en diciembre. Hasta que tomó nota que debía desembolsar 3600 millones de dólares de sus debilitadas arcas por esa maniobra. "Era el dibujo más caro del mundo", ironizó un economista.
Al final, el Gobierno fijó el crecimiento de 2013 en el 3 por ciento. Dos puntos menos. Una enormidad. Tenían razón los denostados economistas privados y el Congreso. No les pagará la indexación a los bonistas que habían optado por el crecimiento del PBI. Pero ya mucho antes no les había pagado gran parte de sus intereses a los que tienen bonos indexados por el CER, un indicador de la inflación. La Argentina kirchnerista no tenía inflación alta, contra la generalizada comprobación.
La indexación por el crecimiento de 2013 está en discusión. Hay quienes dicen que el Gobierno leyó mal el cálculo que debía hacer y que debe pagar. Lo que sí debió pagarse durante mucho tiempo es la indexación por inflación. El problema es que un sinceramiento de la inflación desde la intervención del Indec significaría reconocer un 128 por ciento más de costo de vida en los últimos años. Duplicaría la deuda pública. Es otra herencia envenenada que Cristina Kirchner le dejará a su sucesor. Su propósito no es despejarle el camino al próximo presidente, sino llegar al final de su mandato sin grandes sobresaltos económicos. Que su poder muera serenamente de muerte natural..