ajé a Cuba por primera vez en 1992, un año horrible para la economía de la isla . Los coletazos de la caída del bloque soviético se sentían con todo rigor y hasta una catástrofe climática empeoró las cosas, se desplomaban la actividad económica, el empleo, la entrada de divisas, escaseaba toda clase de bienes básicos, desde el combustible hasta el jabón de tocador. Viajé para ver cómo era la vida en el último "paraíso socialista" y me encontré haciendo una extraña experiencia de "privilegios capitalistas". Para mí, que tenía dólares para gastar, había todo aquello que para los cubanos escaseaba: desde dentífrico hasta luz eléctrica.
Miles de cubanos estaban abandonados a su suerte en medio del colapso del Estado que hasta hacía poco decía garantizarles todo.
Grupos enormes de hombres jóvenes se sentaban sin nada que hacer en lugares públicos y paseos. Y no es que quisieran estar sin hacer nada. El sistema no les permitía recurrir a la iniciativa privada. Muchos de ellos querían completar el seguro de desempleo con su propio esfuerzo. Pero las experiencias eran kafkianas. La iniciativa privada no estaba permitida. Y tratar de adquirir las tallas en coral de algún artesano que las comercializaba en su casa requería entonces tener que vivir escenas dignas de un capítulo de Breaking Bad.
Las peluquerías, los puestos de comida al paso eran del Estado, no podían ser de nadie más.
Los residentes tenían prohibido recibir propinas y hasta la tenencia de moneda extranjera. La iniciativa privada estaba prohibida hasta ese punto. Nadie podía ganarse unos dólares haciendo alguna "changa" para un turista.
Ya existían las inversiones extranjeras, en especial españolas en el sector hotelero. A ellos se les garantizaba poder llevarse las divisas e incluso, unos pocos años después, se aplicaron en el sector contratos de trabajo flexibles, como los que en la Argentina eran llamados, por entonces, "contratos basura".
Hoy Cuba se abre nuevamente a la inversión extranjera, mientras en la Argentina suenan discursos contradictorios que parecen añorar el viejo esquema. A pocos kilómetros de la ciudad de Córdoba, en Malvinas Argentinas, unos grupos de izquierda que atrasan más que el castrismo resisten una inversión en una planta de semillas, como si se tratara de la batalla de Stalingrado.
Cuba hasta hace poco era una economía tan cerrada y dirigista que no admitía ni el propio esfuerzo y la iniciativa individual de los propios ciudadanos. Hoy parece abrirse en ventajosas condiciones a quienes quieran llevar ahorro EXTERNO para financiar el crecimiento. Aquí en la Argentina, todo lo que no esté "articulado" con el Estado genera desconfianza en muchos, como si el Estado siempre hiciera las cosas bien.
En la Cuba cerrada y dirigista, muchas mujeres intentaban aliviar sus penurias con una salida degradante: la prostitución. Por entonces los cubanos tenían prohibido entrar a los hoteles para extranjeros, donde era obligatorio pagar con divisas.
Sin embargo, siempre se tropezaba en cada uno de ellos con algún personaje extravagante, rodeado de mujeres jóvenes y bellas que ofrecía para servicios sexuales. Era imposible moverse en cualquier hotel importante en Varadero, Santiago o La Habana sin tropezar con alguno. Los controles de seguridad eran feroces. Ninguno de esos gigolós podría haber desarrollado su actividad allí sin la venia o la venalidad de alguna autoridad. El Estado, por acción u omisión, se inmiscuía, finalmente, en el "más viejo oficio del mundo" como modo de iniciativa privada.
No es que el gobierno cubano no haya tomado algunas decisiones poco simpáticas a los clichés revolucionarios en los años siguientes. Debió cerrar ingenios azucareros, que gastaban mucho combustible, cada vez más caro, para producir azúcar, que cada vez valía menos.
También apareció la autorización a los residentes a tener divisas y los pequeños comercios, con lo que surgió un problema de otra clase de organización: la evasión impositiva por subfacturación. Y también llegó un invento curioso: el impuesto a las propinas en divisas, una suerte de tributo a las ganancias personales con el que se decía financiar la importación de bienes básicos y compensar los ingresos de los trabajadores que, por no estar en contacto directo con turistas, no tenían acceso a dólares.
Es probable que, en poco tiempo, la Argentina necesite una fuerte ola de inversiones directas en puertos, rutas, autopistas, telefonía celular.
Muchas compañías gigantes, incluidas algunas brasileñas, dicen estar dispuestas a hacerlo a riesgo. Es decir, invertir y luego cobrarse con tarifas. Faltan aún cosas, como marcos legales y contractuales y solución de disputas por deudas con quienes invirtieron en el pasado y sufrieron quiebres de condiciones pactadas. ¿Estará dispuesta la Argentina a emprender ese camino o pesarán aquí decisivamente esos discursos que ya ni en Cuba parecen tener mucho atractivo?