Este año pagaremos las consecuencias de yerros que se vienen cometiendo desde hace siete años, y cada vez con mayor intensidad. Los economistas pronostican una inflación más alta que la conocida, que bordearía el 40% anual, pero los funcionarios siguen sin atacarla a fondo. No ponen los dos ojos en el déficit fiscal y no detienen el manejo demagógico de los fondos públicos. Más: consideran que a través de los acuerdos, el escrache de empresarios, el miedo y los afiches dignos de los totalitarismos lograrán vencer el aumento de los precios, para después poder redistribuir los subsidios. Ponen el carro delante de los caballos. Y esperan que los caballos cumplan con su función.

La amenaza contra los comerciantes y los empresarios, acusados de gestar la inflación, fue una estrategia del segundo peronismo hace 60 años. La "batalla contra el agio y la especulación" llevó a esos intermediarios, que no eran culpables, a la cárcel. La inflación crecía a partir de mantener una estructura populista y festiva cuando ya se habían esfumado las reservas externas por la apuesta de Perón a una tercera guerra mundial y por malas decisiones de administración.

El primer peronismo no adhirió al Fondo Monetario Internacional ni al Banco Mundial, y tomó distancia de los Estados Unidos para luego, en medio de estrangulamientos financieros, reclamar un crédito del Eximbank y poder conseguir artículos indispensables para la marcha de la producción. Aquella frágil industria sustitutiva de importaciones, hipertrofiada, comenzó a pedalear en el aire por la falta de divisas a partir de 1949/1950. En ese contexto, el gobierno descuidó los incentivos a la producción agrícola y una sequía devastadora arrasó con la posibilidad de cosechar millones de toneladas de granos. Los logros que crearon el optimismo de la población entre 1946 y 1950 (salario familiar, aguinaldo, vacaciones pagas, descanso semanal obligatorio, la construcción de viviendas populares) se derrumbaron con una durísima crisis externa. El repunte del agro en 1953 mejoró las condiciones de la economía, pero no los ingresos de los asalariados, devorados por una inflación que nadie pudo detener. Los poderosos sindicatos, que contaban con dos millones y medio de afiliados, reaccionaron cuando la inflación avanzó, pese a Perón. Lanzaron huelgas y protestas cada vez más duras. Entre 1954 y 1955, la escasez de divisas sólo fue superada por la falta de combustibles: la producción de YPF no alcanzaba a cubrir las elementales necesidades energéticas. Perón inició negociaciones con petroleras extranjeras para la exploración y explotación de la Patagonia. Los militares nacionalistas se pusieron nerviosos.

Desde entonces, la inflación se convirtió en un fenómeno estructural, un potro indomable, salvo en ocasiones muy especiales. Y junto con ella, el problema del estrechamiento de las reservas externas y el fantasma de la cesación de pagos. Con el ministro José Gelbard, en el regreso de Perón a la Argentina, se lanzó una serie de medidas en 1973. Guardaban coherencia con las decisiones adoptadas entre 1946-1949. El alza de precios fue imparable y los hombres que rodeaban a Gelbard pusieron en funcionamiento el plan Inflación Cero. Perón avaló el congelamiento y un rígido control de precios y salarios. Con el congelamiento de los precios se logró achicar la inflación, pero los hidrocarburos importados y carísimos consumieron dos tercios de las reservas en divisas. Hubo desabastecimiento, alta evasión impositiva y desconcierto, lo que llevó a un freno de la producción, con los sindicatos exigiendo mejoras salariales inmediatas. Los autos se vendían con dos puertas y no se conseguía azúcar ni papel higiénico.

En 1983, el presidente Raúl Alfonsín debió cargar con la pesada herencia que le dejó la dictadura militar. Soportó de entrada un producto del sector industrial inferior al de 1975, donde era evidente el crecimiento del sector servicios. La fuerza laboral industrial era un 30% menor que en 1975, un año antes del golpe de Estado. El gasto público insumía el 50% del Producto Bruto Interno, con una inflación incontrolada de 400% y una deuda externa de 33.000 millones de dólares ( entre otras razones, por la anterior compra de armamento de guerra). Acuerdos posteriores con empresarios y la puesta en marcha del Plan Austral y luego el Plan Primavera, con la meta de incrementar la inversión y las exportaciones, no tuvieron la larga vida que el país requería.

Hoy, en 2014, ya se presencia el consumo frenado y el silencio productivo. El caprichoso control de importaciones agrava la realidad, la vuelve recesiva. El dólar quieto es sólo temporario, porque las presiones inflacionarias subsisten. El Gobierno espera que la liquidación de granos aporte los miles de millones de dólares que necesita, pero se sabe que los valores de los granos y la soja han caído y no se vislumbran mejoras. Esperar, además, que la inflación cese en momentos en que se anticipan nuevos aumentos en los servicios, mayor presión fiscal y nuevos gastos escolares a partir de marzo y abril, sólo puede alimentar una nueva frustración. Y volveremos a tropezar con la misma piedra.