Uno de los últimos enojos de Cristina Kirchner con el a veces desopilante Jorge Capitanich sorprendió a todos, incluso al jefe de Gabinete. Lo reprendió porque les había dedicado una airada respuesta a las muy duras críticas al kirchnerismo de dos senadores norteamericanos, el demócrata Robert Menéndez y el republicano Marco Antonio Rubio. Versiones seguras afirman que Capitanich estuvo a punto de renunciar tras la dura amonestación presidencial. El caso podría ser otra historia más en el mamotrético anecdotario de enojos y retos de la Presidenta.
Sin embargo, el asunto merece una lectura particular por los protagonistas de la historia y por el conflicto que la envuelve.
Cristina Kirchner opinó que esos dos legisladores no merecían la reacción formal del Poder Ejecutivo argentino. Menéndez y Rubio habían cuestionado seriamente al designado embajador norteamericano en Buenos Aires, Noah Mamet, porque éste desplegó ante la Comisión de Acuerdos del Senado un discurso tibio y componedor con el gobierno de Cristina Kirchner. Los senadores aprovecharon la oportunidad, además, para describir sin disimulos sus posiciones francamente opositoras al gobierno de los Kirchner. Ellos expresaron, de algún modo, la opinión mayoritaria en el Congreso norteamericano.
Sorprende, sin embargo, que también el gobierno de Barack Obama tomó distancia de Menéndez y Rubio. Considera que éstos manejan datos viejos de la relación de Washington con la Argentina y que no registraron los cambios recientes del gobierno local. Como dicen en Washington, Cristina Kirchner está cumpliendo, tarde y con desgano, todas las promesas que le hizo a Obama en la última entrevista que tuvo con él en la ciudad francesa de Cannes, hace dos años.
Es fácilmente perceptible lo que sucede entre aquellos senadores norteamericanos y la administración federal. Es el choque entre una visión política sobre América latina (los dos senadores son descendientes de cubanos exiliados) y una mirada pragmática de las cosas. Obama le había pedido a Cristina que saldara la deuda de dos empresas norteamericanas que le ganaron juicios al gobierno argentino en los tribunales internacionales del Ciadi. Eran unos 500 millones de dólares. Cristina ya pagó esa deuda.
También le habló del Club de París y del Fondo Monetario Internacional. Las negociaciones con el Club de París pueden llevar todavía varios meses más, pero algunos gobiernos, entre ellos el de Washington, aseguran que la reciente propuesta argentina manifestó, sobre todo, la voluntad de acordar. Otros gobiernos, cuyos Estados son también acreedores de la Argentina, son menos condescendientes con la oferta argentina.
El sinceramiento del Indec, tal vez parcial, podría contribuir a normalizar la relación con el FMI, ofendido desde hace mucho tiempo por las mentiras de la oficina de estadísticas argentina. El Fondo, donde Washington tiene una importante influencia, no puede tolerar el precedente de que un país miembro lo engañe con los datos de su economía.
Ni siquiera pasó inadvertido en el Departamento de Estado el paquete de medidas económicas ortodoxas para frenar la devaluación del peso. Pero el dato político más importante fue, sin duda, la versión cada vez más segura de que Cristina Kirchner se habría arrepentido del acuerdo con el gobierno teocrático de Irán para poner en manos de sus autores la investigación de una masacre, la de la AMIA.
Washington espera la confirmación de esa novedad, que la presidenta argentina va dando en pequeñas dosis. La próxima visita del vicecanciller de Israel, Zeev Elkin, y la probable reunión que mantendría con el canciller Héctor Timerman cambian muchas cosas. Israel es el país más crítico del acuerdo argentino con Irán, y Timerman es el orfebre de ese pacto con los iraníes desde las inconfesables sombras del principio. Washington tiene, junto con otros países europeos, su propia ronda de negociaciones con Irán. Pero todos ellos lo hacen para evitar un peligro nuclear, futuro y eventual, no para borrar las culpas de un brutal crimen que ya sucedió.
Hay otra coincidencia crucial entre Washington y Buenos Aires, y se refiere a la facultad de los jueces para tirar abajo la reestructuración de deudas soberanas. Dos instancias de la justicia norteamericana desconocieron ya los términos de dos acuerdos del gobierno argentino con los bonistas que estaban en default. El caso, espoleado por bonistas que no entraron en ninguno de los dos canjes de la deuda, está ahora en la Corte Suprema de Justicia norteamericana. El gobierno de Obama no entregará voluntariamente su opinión a la Corte, pero lo hará si ésta se lo pide. ¿Se lo pedirá? "Es posible, pero no sabemos si es probable", dicen en Washington. La administración norteamericana mira el mundo, más que a la Argentina, para fijar su posición. ¿Qué país podría refinanciar su deuda en el futuro si un juez estuviera en condiciones de destruir un acuerdo soberano con los acreedores?
¿Está todo resuelto con Washington? No. Se trata sólo de la evaluación del giro cristinista de la última semana. Permanecen los desacuerdos políticos, como, por ejemplo, los que aluden al caso de Venezuela o al de la libertad de expresión en la Argentina. Obama ha expresado una posición muy crítica a la dura represión de Nicolás Maduro a las marchas opositoras, que dejó ya varios muertos. Aunque Cristina Kirchner ha sido la más moderada de los funcionarios argentinos en sus referencias a la crisis venezolana, es evidente que ella está segura de que hay un proyecto destituyente detrás de la sublevación popular en Venezuela.
Venezuela está ante un típico caso de dictadura democrática, según la definición del dirigente socialista español Alfonso Guerra, que aludió así a los gobiernos latinoamericanos que tienen legitimidad de origen, pero que la pierden en el ejercicio de un poder desmesurado. ¿Por qué el Mercosur o la Unasur no intentan una mediación en Caracas para frenar la violencia en lugar de tantas adhesiones parciales a Maduro? Porque en el discurso, aun contenido, de Cristina Kirchner sobresale un concepto: la victoria da derechos, el que gana no tiene límites. Y porque ella se ve siempre en el espejo de un presidente acorralado.
Pongamos las cosas en su lugar. La violencia verbal, y hasta gestual, en la Argentina no está entre opositores o sectores sociales. Está en la boca y en los actos de los adherentes al oficialismo. Desde Quebracho hasta Luis DElía, elíptica y suavemente reprendido por la Presidenta después de decir una frase criminal. Está en las propias decisiones del Gobierno. ¿O no es violento que la AFIP continúe con su campaña de hostigamiento a los productores rurales, a quienes controlará sus movimientos en tiempo real? Es extraño, pero el Gobierno y la sociedad están esperando la cosecha de granos de este año para salvar la economía. ¿Por qué no hacer de ellos los oportunos aliados en lugar de los odiados enemigos?
Es violento también que un grupo de diputados oficialistas (¿con el aval presidencial?) hayan presentado un proyecto para confiscar productos en los supermercados y almacenes. Así comenzó Maduro en Venezuela, siguió luego con la expropiación de esas empresas y terminó en la crisis actual.
El gobierno norteamericano hace valoraciones políticas de decisiones concretas. Otra cosa son los inversores, los únicos que podrían darle otro ritmo a la decadente economía argentina. Nadie puede esperar que vengan, ni siquiera los inversores argentinos, cuando nuevas amenazas de confiscaciones se suman al cepo al dólar y a la prohibición de repatriar dividendos.
Hasta los legisladores opositores prevén una inauguración muy violenta de las sesiones parlamentarias, el próximo sábado. El cristinismo está preparando, en efecto, una escenografía de violentos agravios a los opositores durante el discurso anual de la Presidenta ante el Congreso.
Es la consecuencia de hacer algunas cosas en la buena senda, pero tarde, sin ganas, cerca del abismo, entre arrebatos contradictorios. Así es el kirchnerismo experimentando, por primera vez, el desastre de la adversidad..