Lo de la inflación, vaya y pase, porque la cosa no daba para más (igual, eso de multiplicar por cuatro el índice que veníamos dando desde hace años me pareció un exceso; yo hubiese ido de a poco, para disimular que fuimos tan truchos). También puede entenderse que hayamos sincerado que vamos a subir las tarifas de los servicios públicos: todo el mundo sabe que no tenemos un mango, que ya hicimos sangrar todas las cajas.
No está mal, tampoco, decir de una buena vez que a Repsol no sólo no le vamos a cobrar una indemnización por daños ecológicos, como habíamos amenazado cuando le afanamos YPF, sino que estamos dispuestos a pagarle 5000 millones de dólares; somos unos vivos bárbaros, pero nos fuimos de mambo al pensar que nos íbamos a fumar en pipa a un catalán. Poniendo estaba la gansa , dice ahora Brufau mientras le pega en la cabeza a un Kicillof arrodillado a sus pies.
Digamos que hasta ahí la cosa era más o menos razonable. Pero después, no sé si aprovechando que nuestra empresaria hotelera se fue a descansar a alguna de sus propiedades en el Sur (siempre pensé que las verdaderas revoluciones las hacen los ricos), sobrevino esta ola ridícula de blanquear todo. Rossi fue el primero: dijo que el país ya es productor y distribuidor de drogas, y menos mal que le apagaron el micrófono cuando estaba por decir que somos un narco-Estado. Berni, que la policía no tiene cómo luchar contra el narcotráfico; nada que la cana y los narcos no supieran, pero son esas cosas que los votantes, perdón, la gente, no debe enterarse. Y la Cancillería reconoció -lo contó Martín Dinatale esta semana en una nota- que fracasó el acuerdo con Irán por la AMIA y que ahora estamos tratando de recomponer relaciones con Israel; otra vez: si bien nadie va a sorprenderse con un fracaso de Héctor Timerman (en la Cancillería, venenosos, lo llaman "el invicto"), tampoco es cuestión de ventilar que estamos haciendo zapping entre musulmanes y judíos.
¿Paró ahí la cosa? ¡No! La marea del sinceramiento -que significa: soy sincero, ya no miento- siguió llevándose todo puesto. Que el PBI de este año va a ser menor que el calculado por los chicos de La Cámpora que trabajan en Economía. Que en realidad todavía no se alcanzó el acuerdo para rebajar el precio de los remedios que anunció Capitanich ("El que no tiene remedio es Capitanich", se burla Kicillof). Que las naftas van a subir todos los meses. Que no conseguimos que baje la carne...
¡Basta! Estoy temblando. Mirá si, llevados por esta estúpida moda de apartarse del discurso, empiezan a sincerarse Víctor Hugo, Barone, los de Carta Abierta, o si Verbitsky decide que es hora de volver al periodismo de investigación. Mirá si Madres y Abuelas cuentan la verdad de su sumisión a nuestra causa. Mirá si Echegaray blanquea quiénes fueron los que blanquearon guita con el blanqueo. O si se desboca Boudou (no lo creo, porque suele bromear con que de tanto repetir cosas dictadas ya le cuesta largarse a hablar solo). O si Moreno sale de su catacumba romana y revela la fórmula mágica que aplicaba para medir la inflación. O si Lázaro Báez, Dios no lo permita, un día se planta y dice: "Vengan, les voy a mostrar qué hay detrás de la cava de mi casa de Río Gallegos, y les voy a hablar de mis negocios con los Kirchner".
Es un escenario de terror. Tengo pesadillas en las que Oyarbide explica las cosas que tuvo que hacer para salvar a Néstor y a Cristina en la causa por enriquecimiento ilícito; Jaime le muestra al mundo sus propiedades, aviones y yates; los relatores del Fútbol para Todos, los mensajes que les obligan a leer durante los partidos; De Vido nos habla de las licitaciones y del reparto multimillonario de subsidios; Scoccimarro, del rating de los discursos por cadena; Milani, de cómo construyó su fama de buen represor, y también de cómo construyó su maravillosa casa de La Horqueta; la SIDE, de la vasta red de espionaje sobre opositores, empresarios y medios independientes; diputados y senadores, de cómo se aprueban las leyes a libro cerrado y bolsillo abierto; gobernadores, intendentes, artistas, periodistas, deportistas, dirigentes sindicales, en fin, todo un coro de gente nuestra lanzada a una demencial carrera para ver quién cuenta más verdades.
Diez años de cadenas nacionales, de magia, ingenio y creatividad no pueden ser tirados por la borda. Me aterra el fantasma de que hordas de personas que dicen que ya no soportan el peso de la culpa reducen a escombros el edificio del relato. Alguien tiene que parar esta locura. Estamos tan trastornados que DElía, probablemente uno de nuestros más lúcidos intelectuales, un predicador de la paz, esta semana, dando rienda suelta a instintos que no le conocíamos, pidió que fusilen a un dirigente opositor venezolano por protestar en la calle.
Insisto, hay que parar esto. Que intervenga ya mismo Zannini. O Máximo. En realidad, mejor que intervenga Cristina, una luz en las penumbras de nuestra necedad. Con ella no corremos riesgos. Nunca se permitiría el desliz de decir la verdad.