Se discute sobre la inflación y la necesidad de un ajuste, con los aditamentos habituales: desde el Gobierno se maltrata y descalifica; desde la oposición se pontifica y apostrofa. Un intercambio permanente de diatribas con poco espacio para el análisis y el reconocimiento de las razones del otro.
No obstante, y más allá de las chicanas, esta vez se agregan componentes paradójicos al debate. La Presidenta afirma que jamás hará un ajuste; sin embargo, adopta una serie de medidas, tales como devaluar la moneda, subir las tasas de interés y absorber circulante, que usualmente se consideran los pilares de éste. Desde la oposición, se exige al Gobierno el ajuste sin terminar de admitir que lo está empezando a ejecutar, aunque con desprolijidad y a los ponchazos. Al cabo, comienzan a cruzarse las voces que revelan la paradoja. Los gurúes escuchados por los opositores les avisan que el Gobierno está ajustando; y voceros lúcidos del oficialismo llaman a no engañarse, asumiendo que el Gobierno rectifica el rumbo, a su pesar.
La impresión es que, por debajo de las simulaciones y la falta de reconocimiento, los diagnósticos están convergiendo. La aparición, esta semana, del nuevo índice de precios oficial parece confirmarlo. Ahora, el Gobierno y la oposición, cada uno con sus economistas orgánicos, coinciden, en forma implícita o explícita, en que el país sufre alta inflación, en que el problema debe ser corregido con instrumentos macroeconómicos (devaluación, tasas de interés, disminución de la emisión, etcétera), y en que el correctivo provocará merma del crecimiento, retracción del consumo y, eventualmente, pérdida de puestos de trabajo. Ante ese consenso, retroceden los pronósticos apocalípticos y las acusaciones de conspiración. Las aguas se calman, al menos por ahora.
Estas alternativas de la polémica sobre la economía argentina dan que pensar. Esa reflexión no puede obviar un hecho, tal vez novedoso: a diferencia de ocasiones anteriores, cuando el país se precipitó en crisis severas, pareciera que ahora los actores coinciden para evitar lo peor. El Gobierno simula, pero rectifica; la oposición ladra y duda, aunque, en el fondo, acepta. Tal vez estas conductas avalen una feliz conjetura: la Argentina del siglo XXI es psicodramática, no trágica. En el psicodrama, las emociones agresivas se expresan hasta un límite incruento, evitando que deriven en calamidades. La catarsis impide el crimen.
¿Rigen quizá condiciones distintas en nuestra economía que habiliten conductas más sensatas, menos destructivas que en el pasado? En realidad no lo sabemos, pero es un punto para pensar. Mi hipótesis es que el siglo XXI encontró a la Argentina en una bifurcación entre la desgracia y la felicidad. Desgracia, porque sucedió una de las peores crisis de su historia contemporánea con consecuencias políticas, sociales y económicas desastrosas. Felicidad, porque el extraordinario incremento del valor de las materias primas auguró un comercio internacional ampliamente favorable, con efectos muy beneficiosos para los ingresos del país y de sus habitantes. En esa encrucijada llegó un nuevo gobierno, con ánimo de reconstrucción y hegemonía. La sociedad, inerte y deseosa de orden y certezas, aceptó el contrato: delegar poder a cambio de reparar los daños. El encargado de esa tarea, devenido en una suerte de plomero de la historia, fue Néstor Kirchner.
La apuesta de Kirchner, con el fundamento intelectual de su ministro Lavagna, consistió en favorecer el mercado interno y las exportaciones, establecer subsidios, renegociar la deuda pública, mantener el dólar alto y los llamados "superávits gemelos". Todo asentado en las ventajas de la soja. Un verdadero programa heterodoxo, aunque racional, que le permitió ganar muchas batallas intelectuales a la ortodoxia, imposibilitada de ver que las condiciones del país habían cambiado; que la nueva riqueza debía ser redistribuida con otros criterios, que la tutela internacional ya no podía mantenerse del mismo modo.
Lo que ocurrió después de Lavagna, y, fundamentalmente, después de Kirchner es conocido. Con Cristina la redistribución del ingreso se volvió dispendio, se abandonaron los criterios de sanidad macroeconómica, se escondió la inflación. Hubo logros innegables en política social, pero con una economía enferma que, en parte, los neutralizó. La arrogancia y la ideología reemplazaron a la buena praxis.
En poco más de una año y medio el Gobierno se estará yendo. Su impronta se hará sentir y las polémicas que suscitó continuarán. Queda pendiente la discusión sobre la redistribución de la nueva riqueza que, con alternativas, continuará generándose. Acaso el consenso actual pueda ser la base de un reformismo futuro, capaz de conjugar crecimiento y reparto con salud fiscal. No es la cuadratura del círculo, sino una oportunidad que depende del acuerdo y la sensatez.