Pero nos quedamos sin un mango, tuvimos que volver a ellos y ahora, sometidos, ultrajados, rebajados a la categoría de "argentinos, mañana traigan escrito 100 veces no debo portarme mal", acaban de obligarnos a pronunciar esa palabreja fatal: inflación.
Hasta estoy enojado con los cielos. Si Dios fuera tan bueno como dicen, debería habernos evitado esto. Nosotros habíamos cambiado la historia, le habíamos robado un final distinto a la película: el Sur le ganaba al Norte, el pobre al rico. Fuimos por el mundo proclamando nuestro triunfo sobre el capital. Por fin un país alejado, terminal, se animaba y le decía no al ajuste salvaje. Por fin alguien pateaba el tablero y gritaba a los cuatro vientos su independencia económica, su dignidad de nación libre y soberana.
¡Qué tiempos aquéllos! La Argentina post FMI era una fiesta. Fuimos el ejemplo, el modelo. Nos aclamaban Evo, Correa y Chávez. Especialmente Chávez, que pasó a financiarnos a tasas usureras mucho peores que las del Fondo. Nos abrían las puertas en los foros de los renegados. Nos cantaban los trovadores cubanos. Nos bendecía la izquierda planetaria.
¡Qué tiempos! Liberados de ese yugo, empezamos a vivir con lo nuestro. Nos fumamos los fondos de los jubilados y 25.000 millones de dólares de las reservas. El dinero de los argentinos puesto al servicio de los argentinos. Nada de tener que rendir cuentas. Cuando uno es supervisado por el Fondo, burócratas desalmados vienen a auscultarte, meten sus narices, preguntan, cuestionan y te dicen lo que tenés que hacer. Las puertas del infierno. Con el Fondo dentro de tu casa no podés dibujar el presupuesto ni truchar estadísticas. Un horror. Ellos mienten y viven dando pronósticos equivocados, pero te cortan los dedos si hacés lo mismo. ¿De qué se las dan, si tenían un jefe que perseguía mucamas por los pasillos de los hoteles?
Por eso, a la indignidad del FMI le respondimos con la dignidad de Boudou; a las recetas de ajuste les opusimos la expansión de Lázaro Báez, Cristóbal López y tantos otros; a sus ignorantes economistas, la sabiduría de Lorenzino; a su contabilidad obsesiva, la frescura desprejuiciada de Felisa Miceli y los sobres con plata olvidados en el baño de su despacho; al ahorro, consumo; al Consenso de Washington, el de Olivos; a la altivez de su actual jefa, Lagarde, la humildad de Cristina.
Gloriosa rebeldía. Cruzado el Rubicón, lo demás se fue dando por añadidura: pito catalán al Club de París, al Ciadi y a las normas internacionales de comercio; cerramos las fronteras y dejamos de ir al Norte para abrir nuevos horizontes en mercados prósperos y excitantes como Angola y Vietnam.
En esa Argentina pletórica de argentinidad, en ese país maradoniano, crecieron y se consolidaron el sueño revolucionario de los chicos de La Cámpora, el odio justiciero de DElía y Hebe, el asco creativo de Fito, la cultura del seissieteochoísmo . De esa Argentina apóstata surgieron Moreno y sus fieles vasallos Itzcovich y Edwin, que arrojaron a las tinieblas a una tal Bevacqua por no entender que las estadísticas no se fraguan en las góndolas, sino en el Ministerio del Relato.
Finalmente, ése es el país que prohijó a Kicillof. Setentoso capilar e ideológico, criticón -al principio- del falseamiento de las cifras del Indec, de la noche a la mañana pasó de adoctrinar jovencitos en las aulas a ser un experto en el mercado aerocomercial y en el energético. Pasó de escribir papers que leían tres amigos zurditos a darle cátedra a una Presidenta. Me llena de admiración. Se lo he dicho: "Patilla, sos el gran milagro argentino". Orgulloso y satisfecho, él sonríe.
Él sonreía, en realidad. Porque la historia le tenía preparada una jugada cruel. Tantos años de revolucionario de café, tan fulgurante carrera ejecutiva en la Aerolíneas Argentina que pierde dos millones de dólares por día y en la YPF que terminó en manos de un tipo que lo desprecia, y ahora, de repente, dos estocadas que hieren de muerte su ego. La más leve es que la señora lo haya degradado al hacerlo ministro de los Precios. La más grave, haber tenido que ponerle su cara al acuerdo con el FMI. Su cara y un número: 3,7%, la inflación de enero.
Axel no se merecía esto. Cristina tampoco. La Argentina machaza con la que habíamos soñado no puede terminar así. Ya sé que si no entran dólares esto se pudre, y que no podemos volver a los mercados sin arreglar con el Fondo. Lo sé todo, pero, ¿hacía falta obligarnos a reconocer que tenemos una de las inflaciones más altas del mundo? ¿Hacía falta someter a Axel al escarnio del anuncio de anteayer, en el que remó sobre dulce de leche para explicar cómo los precios se habían "corrido"?
Por suerte, creo que encontramos el camino. Después de controlar los precios con militantes y sindicalistas, ahora sumamos a Quebracho. Encapuchados y garrotes contra los especuladores. A la violencia de los aumentos, la justicia de los palos.
Apuros financieros, fuga de divisas, corrida cambiaria, el país hocicando ante el FMI, inflación desatada, Quebracho. Qué desastre, mi miopía a veces no me deja ver las delicias de la década ganada. Necesito ya mismo otro discurso por cadena nacional.