La situación es suficientemente delicada como para desear que el Gobierno y los restantes actores políticos, sindicales y económicos, recuerden que con ciertos fuegos es mejor no jugar.
La Presidenta nunca terminará de medir hasta qué punto se dañó a sí misma eligiendo a Boudou de vicepresidente. Ese capricho político ejecutado desde un poder sin contrapesos, termina siendo parecido a las decisiones equivocadas, individuales o colectivas: tarde o temprano se paga un precio por ellas. A Cristina le está empezando a llegar el segmento más cuantioso de esa adición. Y no tiene a quién echarle la culpa.
Es una vergüenza nacional que el vicepresidente haya permanecido inmutable en el cargo durante casi dos años, sin tomar nota -ni él ni el Gobierno- de los severos cuestionamientos judiciales en su contra. No se trata de una evaluación política sobre el desempeño de sus funciones. Es otra cosa.
Boudou es un hombre acusado de cometer delitos. Y de haberlos cometido al amparo de la transitoria impunidad que le dio el poder.
Con el pedido de indagatoria de ayer, que abre camino a un eventual procesamiento del vicepresidente de la Nación, esa impunidad encontró un límite que tiene tres maneras de explicarse.
Uno, la abrumadora acumulación de pruebas reunidas en la Justicia. Esas probanzas se fueron sumando incluso después de que en la Semana Santa de 2012, una atropellada escandalosa del vicepresidente, autorizada por la Presidenta, terminó desplazando del caso Ciccone al juez Daniel Rafecas, al fiscal Carlos Rívolo y hasta al Procurador General Esteban Righi, hombre de larga historia peronista y mentor intelectual y valedor de una vasta camada de jueces.
Dos, la decisión del actual juez de la causa, Ariel Lijo, y del fiscal Jorge Di Lello, de no someter sus carreras al fuego sacrificial para defender a Boudou. Actuaron sin incomodar públicamente al Gobierno, pero fueron engrosando un expediente que ya tenía contundencia inapelable antes de que ellos tomaran el caso. Los pasos que dieron Lijo y Di Lello tuvieron el respaldo de una amplia franja de jueces y fiscales, y de las figuras más significativas del peronismo vinculadas al Poder Judicial.
Tres, el pedido de indagatoria -que el juez aprobaría más temprano que tarde- refleja la progresiva debilidad política del Gobierno. El costo del capricho presidencial empezó a ser pagado con los masivos cacerolazos de finales de 2012, en los que el reclamo de una Justicia que enfrentara el festival de la corrupción, del que Boudou es todo un símbolo, fue parte sustancial de la convocatoria. Después, los errores groseros ante los problemas de la economía, el crecimiento exponencial de la inseguridad, el daño progresivo de la inflación y la cerrazón y sectarismo de la Presidenta, confluyeron en la derrota electoral de octubre de 2013. Con fecha de salida a la vista y opositores que comenzaron a construirse como alternativas de poder, el declive se hizo imparable.
El futuro de Boudou es más propiedad de la Justicia que de la política. Habrá que ver si Cristina sostiene el oprobio de mantenerlo en la vicepresidencia. O si, por el contrario, Boudou es obligado a tener un gesto decente y al menos pide licencia hasta que su situación se defina. Cada minuto que permanezca en su cargo será un costo adicional para una Presidenta a la que cada día le sobra menos capital político para malgastar.
La política tomó nota muy rápido de la nueva situación. Si Boudou comete el acto saludable e inesperado de dar un paso al costado, el primer lugar de la línea sucesoria recaerá en el presidente provisional del Senado. Ese puesto lo ocupa hoy, también por gracia de Cristina, la tucumana Beatriz Rojkés de Alperovich. Pero nadie apuesta un peso a su permanencia.
Hace falta volumen político para conducir el Senado y el elegido de la Casa Rosada es Gerardo Zamora, ex gobernador de Santiago, un radical sumado al kirchnerismo desde la presidencia de Néstor. Pero el peronismo reclama ese lugar para uno de los suyos, entre otras cosas porque tener ese lugar es hoy estar mucho más cerca del poder.
Miguel Pichetto, jefe del bloque oficialista, podría reunir unanimidad o poco menos en el Senado. Pero quizá prefiera ser candidato a vicepresidente de Daniel Scioli o aspirante a la gobernación de Río Negro. De todos modos, ayer Pichetto recibió en su despacho a muchos de los que forman opinión en el Senado, fueran oficialistas u opositores.
En política nunca se dice nunca.
Para evitar confusiones el senador Ernesto Sanz, presidente del radicalismo, aclaró que a ellos Zamora no los representa. No sea cosa que se quiera vender otra vez la decisión de Cristina como un acuerdo con la oposición.
La cuestión es que también en el Senado el peronismo quiere hacerse escuchar. Una resistencia incipiente a las imposiciones de la Casa Rosada emergió a fines del año pasado cuando la aprobación de la reforma del Código Civil y el impuesto a los autos de alta gama. Ahora esa resistencia crece, en paralelo con el debilitamiento del Gobierno.
“Una cosa es disciplinarse a quien te asegura éxitos electorales, pero eso ya se terminó”, dijo, pragmático, un confidente de los senadores peronistas.
La carta alternativa que podría jugar el Gobierno, si Zamora se les cae, es promover para la presidencia del Senado al neuquino Marcelo Fuentes, un peronista ultrakirchnerista que no reuniría el consenso de Pichetto, pero al menos podría respaldarse en los votos del oficialismo y sus aliados. Fuentes tiene comunicación fluida con el secretario Legal, Carlos Zannini, garantía extra de su lealtad en tiempos tormentosos.
En el vértigo de estos tiempos tormentosos afloró la tentación de jugar con fuego, incluso sabiendo cuál es el riesgo de esa práctica y cuánto nos quemamos los argentinos en ocasiones anteriores que todavía lastiman la memoria. Así, con liviandad irresponsable se extiende la discusión sobre si la crisis económica, social y política obligará a Cristina a acortar el tiempo de su mandato.
Empezó hablando de finales caóticos el gobernador misionero Maurice Closs, que sigue siendo parte del oficialismo. Del otro lado se sumó Luis Barrionuevo, siempre una luz para echar nafta al fuego: “Si tienen miedo de irse antes es porque se van a ir antes”. Y salió el ministro Florencio Randazzo a advertir “no se ilusionen que no nos vamos a ir antes”. Y Jorge Yoma aportó lo suyo cuando sostuvo que el peronismo “debe decirle a Cristina que hasta acá llegó: o cambia o se va”.
Son todas palabras que expresan una idea violenta: la de la posible alteración de los tiempos constitucionales.
Este despropósito puede seducir a los que desesperan porque sus planes políticos o sus negocios se pueden consumir en la espera de 2015. O atraer a quienes frente a la inevitabilidad del derrumbe, el fracaso del relato y la pérdida de apoyo social, prefieran una salida con visos heroicos al lento sangrado de la crisis.
La acción sigue estando en manos del Gobierno. Y de la Presidenta, que esta semana ratificó su notable capacidad para ampliar el campo de sus enemigos. Sumó a esa especie indeseable a los mismos sindicalistas y empresarios que habían sido convocados para aplaudirla. El resultado es una ecuación peligrosa: los otros cada vez son más y los propios son cada vez menos.
La imposibilidad de escuchar, el aislamiento como táctica política o como fruto de la naturaleza de las personas actuando bajo el dominio de las pasiones contrariadas, puede resultar tan riesgoso como las palabras que expresan ideas violentas.
La Presidenta, con todo respeto, también está incluída entre los que no deberían jugar con ciertos fuegos.