La defraudación, o el incumplimiento, de aspectos centrales del programa electoral. Es un momento duro para los presidentes, sobre todo si han sido exitosos, porque constatan que las políticas redituables de antes son ahora contraproducentes. Les cuesta comprender que las buenas recetas no puedan ser perpetuas. Los frustra comprobar que la adhesión popular, que ellos supusieron sólida, es, en realidad, inconsecuente y frágil, y responde al cálculo.

Cuando los gobiernos democráticos enfrentan esta situación adquieren una dolorosa certeza: el pueblo les da la espalda y entra en una fase de desilusión y encono, que preludia el fin del régimen en la siguiente elección. A partir de allí, se le abren a los gobernantes diversas opciones, de cuya implementación dependerá conservar el poder, resignarlo con dignidad, o perderlo en medio de una crisis de consecuencias destructivas para la sociedad.

La primera opción es reconocer explícitamente que la política adoptada es errónea y debe ser rectificada; la segunda, es introducir cambios sin admitir las equivocaciones; la tercera consiste en mantener la misma dirección, bajo el supuesto de que si dio resultado en el pasado, deberá darlo en el presente. La tercera alternativa es el camino seguido por Alfonsín y Menem. Uno con las sucesivas réplicas del plan Austral, el otro con la convertibilidad. Si bien sus finales fueron distintos -Alfonsín debió abandonar la presidencia en medio de una debacle, mientras que Menem la entregó pacíficamente a su sucesor-, lo cierto es que la insistencia en políticas erróneas precipitó crisis muy graves que pudieron evitarse torciendo el rumbo a tiempo.

Esta constatación pesa en la memoria de los argentinos, y ésa puede ser una de las razones del Gobierno para introducir cambios, aun sin reconocerlos. La experiencia de las crisis de 89 y de 2001 demuestra que los poderes fácticos -o los sectores "concentrados" como diría el relato- rechazan los desequilibrios macroeconómicos y para eso cuentan con el aval de los votantes, con quienes conforman una paradójica coalición de intereses. Sucede que la macroeconomía enferma tiene dos síntomas intolerables, tanto para los empresarios como para los asalariados: la inflación y la desocupación. A la larga, el desempleo con inflación, como en 1989, y la estabilidad de precios con desocupación, como en 2001, desencadenan una crisis económica y política que, en las condiciones argentinas, pone en riesgo la gobernabilidad.

Si se descarta la opción de insistir en el error, queda abierta la posibilidad de rectificar, cambiando de política. Es una actitud que requiere coraje y que tiene costos variables. Un gobierno conservador deberá pagar por ella menos que uno cuyo discurso se centre en la transformación. Por eso, a los revolucionarios les cuesta más enmendar, pero en muchos casos lo hacen. Un ejemplo de esa actitud es la llamada Nueva Política Económica - NEP-, adoptada por Lenin ante el fracaso de la "economía de guerra", que los bolcheviques pusieron en práctica después de la revolución. Cuando la anunció, en marzo de 1921, Lenin admitió que los errores cometidos habían puesto a Rusia "al borde del abismo". De hecho, el país tenía la economía paralizada y florecían las rebeliones de campesinos, como respuesta al intento de convertir en socialista, por la vía rápida, al incipiente capitalismo ruso de base agraria.

La NEP adoptó una serie de medidas para incentivar la producción: disminución de impuestos, suspensión de las colectivizaciones, liberalización del comercio, quita de subsidios, restablecimiento de la moneda, flexibilización laboral, metas de productividad, etc. En suma, un giro copernicano que produjo una espectacular recuperación de la economía rusa en apenas un año. Sin embargo, y esto es crucial, Lenin no hizo el cambio por convicción, sino por pragmatismo. Para él la NEP significaba un retroceso y una derrota, según admitió. No obstante, entendió que el socialismo requería una economía sana y reconoció que la cultura económica rusa no estaba preparada para el salto. Finalmente, después de su muerte, en 1924, el impulso reformista fue cuestionado por la ortodoxia del partido, hasta quedar revocado con el ascenso de Stalin al poder.

En cierta forma, Lenin, al enfrentar con coraje sus errores, desoyó los consejos de Maquiavelo. Éste escribió que "jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas? Pero es necesario saber colorear bien esta situación y ser un gran simulador".

Acaso, ante la necesidad de cambiar, Cristina se encuentre entre Lenin y Maquiavelo. Es decir, entre el coraje y la simulación. Frente a ese dramático dilema, la lección del revolucionario no es desechable para ella, que reivindica pertenecer a la estirpe de los transformadores. No se trata de renunciar a la causa, lo que se requiere es reconocer la realidad.