También le dio un discurso y una hoja de ruta a su militancia frente a las medidas impopulares que podrían venir. Enojada con un mundo hostil, convencida de estar en el ojo de un huracán de conspiraciones, dibujó una sociedad satisfecha, mayormente llena de dinero y beneficiaria, por lo tanto, de un sistema de subsidios que no merece. En una hora de monólogo, amplió el núcleo de sus ingratos deudores de siempre (bancos, empresarios, medios), y no olvidó a ninguno.
La sociedad que tomó vacaciones o los trabajadores que compraron dólares son también gente desagradecida, que ahora se queja de la inflación o del precio del dólar. Mencionó varias veces la palabra inflación, pero sin admitirla, para no ceder a los que la critican por ocultarla. Según ella, la culpa es de miserables y codiciosos empresarios, a los que les dedicó una de sus más largas y severas diatribas.
Se quejó hasta de que el gobierno kirchnerista, el de ella y el de su marido, había tratado de construir una "burguesía con sentido nacional" para sorprenderse ahora chocando con empresarios, nacionales y extranjeros, que sólo piensan en los precios. Calló sobre sus culpas. O las justificó. El Estado gastó mucho, dijo sin decirlo, pero en otras circunstancias, para mover la economía y el consumo. Y para ganar elecciones, aunque esto no lo reconocerá nunca. De todos modos, eso se terminó, insinuó también sin decirlo. La retórica frente a los "pibes para la liberación" no podía aceptar, claramente al menos, que su decisión consiste en enfriar la economía. El probable ajuste en los subsidios es coherente con las resoluciones del Banco Central que están subiendo las tasas de interés. El Gobierno se ha propuesto, en fin, secar el mercado de pesos para que éstos no se vayan a los dólares ni espoleen la inflación, estimada ya por economistas privados en un 40 por ciento para el año que corre.
El problema de Cristina Kirchner es la poca credibilidad técnica y política de su gabinete. La Unión Industrial Argentina, lo más parecido que hay a la representación de la burguesía argentina con la que sueña el kirchnerismo, salió ayer a pedir un acuerdo amplio entre sectores sociales y el Gobierno. En las entrelíneas de ese documento aparece, precisamente, la necesidad de dotar al Gobierno de una confianza de la que carece. "Hay legitimidad del Gobierno, pero no confianza en él", dijo un destacado dirigente de la central empresaria.
Es cierto que los empresarios también redactaron ese documento consensual y amplio para detener en el aire las denuncias contra ellos por la inflación. "Están licitando la elección del culpable de lo que se viene", anticipó otro dirigente de la UIA poco antes del discurso presidencial. Llegaron tarde. Un par de horas después, la Presidenta llamaba hasta a los que cortan las calles a direccionar sus iras contra los empresarios y comerciantes. Ese momento estuvo fuera de la cadena nacional (habló con micrófono en la mano frente a los "pibes"), pero fue casi una incitación a la violencia. La Presidenta tocó un límite peligroso para un país que soporta una grave crisis en ponderable paz.
Tenía otro enojo, muy parecido al que les dedicó a los empresarios: era contra los sindicatos. Lo llamó por su nombre a Antonio Caló, que estaba entre los asistentes, para reprocharle que haya dicho que los salarios no les alcanzan a los trabajadores. El líder de la CGT oficial había dicho eso y también habló por teléfono con Hugo Moyano para coordinar acciones conjuntas. Cristina no se lo perdonó. Y terminó retando a los sindicatos porque sólo piensan en aumentos salariales. ¿Qué deberían hacer entonces ante la imparable ola de aumentos de precios? Controlar los precios, alentó. Agolparse en las puertas de los supermercados. Presionar sobre los dueños de los comercios. Es decir, llevarles a los privados un problema que es del Gobierno.
Preguntas que no se hacen
La Presidenta nunca se preguntó por qué hubo un momento de la larga administración kirchnerista en el que los precios no subían y los argentinos no se interesaban por el dólar. "No se hace esa pregunta porque la respuesta será que las soluciones técnicas de ahora son inviables", explicó un empresario. Ése es un núcleo central del problema. Habrá ajuste, seguramente, pero ni el equipo económico parece creíble ni la confianza perdida se reconstruirá fácilmente.
Una de las novedades del discurso de ayer fue que se hizo cargo por primera vez, aunque implícitamente, de la devaluación. No culpó a nadie de la depreciación del peso y, por el contrario, subrayó que esa devaluación no podía justificar la masiva suba de precios. Otra importante modificación del discurso fue que aceptó que casi medio millón de argentinos en relación de dependencia (es decir, trabajadores) compraron dólares.
Pero ¿acaso la compra de dólares no había sido siempre culpa de dos o tres banqueros conjurados contra ella? La Presidenta prefirió olvidar las viejas conspiraciones supuestas y se detuvo a ponderar, casi irónicamente, la "prosperidad" de esos argentinos hambrientos de dólares. Su puntilloso informe sobre los compradores de dólares fue una aceptación involuntaria de que el problema económico es más político que económico. Se llama desconfianza. ¿Cómo se podría describir, si no, la decisión de miles de argentinos de destinar el 20 por ciento de sus salarios a la compra de dólares? ¿Cómo, si encima rechazan dejar esos dólares en el banco y prefieren llevárselos y perder el 20 por ciento que deben pagar en anticipo al impuesto a las ganancias?
Cristina Kirchner parece dispuesta a cambiar otra vez la dirección de su gobierno, en un sentido más realista, pero no está dispuesta a abandonar la lógica binaria que separa amigos de enemigos. Que, sobre todo, elige a los enemigos según el menú del día. Esta vez son los empresarios, culpables de la inflación que la hace impopular a ella. Si existió aquella "licitación" de la que hablaron los empresarios, para elegir a un "culpable de lo que se viene", el resultado los puso a ellos con un pie en el patíbulo. Ésa es la intención. Pero la pregunta que nadie contesta es si la Presidenta está ya en condiciones de seguir gobernando con el gastado método de golpear y perseguir.