El párrafo inicial de Anna Karenina, el clásico de Tolstoi, contiene una de las afirmaciones más célebres de la literatura moderna: "Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera". El autor viene a recordarnos que para el bienestar existen leyes universales, a las cuales nos adscribimos sin pretensión de originalidad. Es decir: la felicidad tiene un formato común. En cambio, el sufrimiento implica un registro particular, una modulación propia, un rumiar individual de cada familia, de cada grupo. La desgracia singulariza, fragmenta; la felicidad, unifica.

En cierta forma, esta consigna es aplicable a las sociedades. En Occidente, por lo menos hasta hace un tiempo, los modelos de bienestar fueron parecidos y respondían a una noción general. Se buscó garantizar determinado nivel de empleo y cobertura social a la mayoría de la población, estimulando la inversión pública y privada, y asignándole al Estado un rol activo en el arbitraje de los intereses sectoriales. Esto es, en síntesis, lo que se llamó, a partir de la posguerra, Estado de Bienestar. Sus actuales dificultades significan, justamente, el debilitamiento de un modelo global de concebir la felicidad colectiva.

En esta línea, podría afirmarse que los países que pierden pie respecto de un proyecto colectivo de bienestar se abisman en padecimientos singulares. O en emprendimientos autistas de improbable cumplimiento. Por eso la mayoría de las naciones procuran la relativa seguridad de los diseños comunes, expresados en modelos de gestión, en bloques regionales y en alianzas estratégicas de mediano plazo. Reinterpretando a Tolstoi: los países sensatos aspiran al formato convencional de la prosperidad y renuncian a las originalidades del sufrimiento.

La Argentina contemporánea parece haber desechado esta sencilla lección. Su oscilante gestión internacional, sus veleidades políticas, sus terceras posiciones, sus populismos recalentados nos dejan al margen de las estrategias comunes de Occidente, expuestos al estupor de los observadores externos, cuando no a la ridiculización y el desprecio. No somos confiables, o lo somos hasta cierto punto; más allá de allí provocamos incertidumbre y desazón en nuestros interlocutores.

Acaso la inflación, una enfermedad secular que vuelve a agravarse en estos días, sea un buen ejemplo de nuestra vocación de padecer solos, o con muy pocas y malas compañías. El mundo ha erradicado relativamente la inflación, rechazándola como una patología. El motivo es más sociológico que económico. El desbarajuste de los precios relativos genera malestar social y anomia, dificulta celebrar contratos, estimar inversiones, planificar la micro y la macroeconomía. La inflación, además, y esto es ya un lugar común, castiga a los sectores de ingresos fijos y menores, convirtiéndose en el impuesto más regresivo. Un pase seguro a la pobreza.

La clase dirigente argentina no ha querido o no ha podido ver estas consecuencias. Tan nuestra y tan extendida a través del tiempo ha sido la inflación que logró lo que sólo consiguen las señas de identidad colectiva más acendradas. Quiero decir: hoy pueden hablar de inflación y entenderse un hombre de 90 años y su bisnieto de 8. Pueden hablar de la inflación como del fútbol, de la bandera, de las Malvinas o de la virgen de Luján. La inflación, nuestra manera de sufrir anomia e incertidumbre, unificó a las generaciones, haciéndolas partícipes y víctimas de un defecto común. De un significante del eterno retorno argentino a la frustración.

En la actual discusión ideológica, motorizada por el Gobierno, hay quienes sostienen que la inflación es una bandera de la derecha. Un comentarista aventuró esta semana que el tópico forma parte del repertorio de "los sectores concentrados", que hacen de la economía su "brazo armado" contra el proyecto liberador del Gobierno. Resulta difícil sostener este argumento, aunque pueda tener algún asidero. La razón es que el control de la inflación se convirtió en una cuestión técnica con amplio consenso internacional, revestida de la fuerza de imposición del hecho social durkheimiano. Ir en contra de ella es, literalmente, ir en contra del capitalismo y sus reglas. Una tarea ciclópea destinada a fracasar. Sobre esto deberían reflexionar los nuevos populismos para contribuir a las reformas sociales, evitando el voluntarismo y el ridículo. Los villancicos y las superintendencias de Nicolás Maduro no sirven para bajar los precios.

Por último, debe considerarse que la inflación argentina de los años recientes se diferenció de las anteriores, no por su magnitud, sino por haber sido negada sistemáticamente por las autoridades. Negar lo obvio es renunciar a la inteligencia y, otra vez, incurrir en miopía sociológica. La práctica humana se bifurca entre aquello que sabemos por experiencia directa y aquello que adquirimos por los medios de comunicación. Si asumimos esta premisa, no hay conspiración posible. Sobre lo que ocurre en el supermercado, nadie puede engañarnos. Donde empieza la lista de precios termina la ideología.