Reina más el esforzado realismo que la fantasía o los buenos deseos. Todo va sumando para confirmar un panorama donde primarán las presiones sociales y los reclamos de los que se sienten marginados, en tanto el Estado va dejando sus obligaciones legales en la banquina.

El país transita tiempos de alarma. Seguirán estando presentes la inflación (los números anuales se sabrán en marzo pero las estimaciones llegan al 30%), el cepo cambiario, la caída de reservas, el déficit fiscal, los déficits en los servicios públicos, la importación de energía y combustibles por 13.000 millones de dólares, la falta de inversiones, una altísima y asfixiante presión impositiva (43%) insertada en un sistema tributario distorsionado, etc. La contracción de las reservas fue precipitada y se devoró 14.000 millones de dólares en un año. Durante la última década las compras de combustible en el exterior aumentaron 1765%. En el mismo período, las empresas ferroviarias recibieron subsidios oficiales por 8307 millones de dólares. En cualquier otro momento o en otro país esos datos provocarían un escándalo público de grandes dimensiones.

Las estadísticas sociales no son optimistas porque presentan fotografías de polarización social extrema. Dos de cada diez argentinos está desocupado o subempleado. Tres de cada diez trabajan regularmente, pero en negro. La equidad no existe: hay quienes muestran demasiados lujos y confort y practican el exhibicionismo con las riquezas obtenidas en los últimos años.

Poquísimos son los que esperan medidas de cambio importantes y decisivas. Si uno mira la historia comprueba que los acuerdos de precios han sido muy endebles: no paran la infección del universo económico, no sirven para un cambio de fondo, son temporarios y superficiales. Suponiendo que le pongan coto a los vaivenes de algunos precios, tras cierto tiempo, la fiebre vuelve y con más fuerza. La actividad productiva general decepciona y ya hace más de un año y medio que cesó el ofrecimiento de empleos porque sólo el Estado es empleador.

La imprevisibilidad en los actos de gobierno, más allá de los cambios de rostros en la titularidad de los ministerios, es motivo de tensión diaria. Hay decisiones importantes del oficialismo que se contradicen al poco tiempo, todo lo cual promueve desconfianza y desconcierto.

La publicidad oficial se esfuerza por mostrar una realidad optimista y pletórica. Poco creíble, incluso para los no entendidos. Al autoelogio por los diez últimos años de crecimiento (afirmación absolutamente polémica) se le opone el escepticismo de distintas capas de la sociedad. Los especialistas de la consultora Management & Fit comprobaron, en diciembre, con una encuesta que tomó 1600 casos, que un poco más de la mitad de los consultados cree que la situación económica empeorará en todo el país y que sus bolsillos tendrán apremios. El 36% sostiene que estará "igual", sin cambios. Sólo el 12% espera mejoras. El pesimismo mayor se manifiesta más en las personas de bajo nivel educativo.

Ocurre que este año se pusieron en claro muchas cuestiones decisivas y eso potenció un clima agresivo y contestatario. Ni con discursos ni con promesas se ha podido revertir una crisis de credibilidad que empezó con la intervención al Indec en enero de 2007. Los números mentirosos favorecen el escepticismo y la contrariedad. Cerca de 16 millones de personas -entre los jubilados, los que reciben subsidios sociales y los integrantes de la estructura estatal en distintos niveles- viven hoy de un Estado deficitario que gasta 260.000 millones de pesos por año, dos veces y media las marcas de mediados de los años noventa. De ese total, 4 millones son empleados públicos. Es una densa aunque frágil arquitectura humana y representa casi un 35% del total de habitantes de la Nación. La inflación, que el Gobierno no revierte, los afecta mucho.

Las estadísticas muestran también limitaciones en las condiciones de vida: el 50% de los hogares carece de desagües. Pesa también la ausencia de políticas habitacionales y la inexistencia de una urbanización ordenada o sensata. Hogares diminutos y escasos alimentan la violencia entre los que viven allí. Los bajos salarios son una mecha encendida y persistente. Aunque las paritarias los reactualicen, siempre corren detrás de las necesidades. Los empresarios estarán presentes del otro lado de la cuerda, en el forcejeo por la dimensión de los aumentos.

Hay circunstancias que son aprovechadas para exhibir lo peor. Basta recordar las protestas policiales, que fueron usadas por patotas salvajes, junto con necesitados, más las indicaciones paternalistas de algunos aprovechados punteros políticos para saquear. Surgen la sospecha de que el desborde y el caos benefician en demasía a los narcotraficantes que están presentes en todos los rincones. Todo es un caldo de cultivo para la desmesura .

Una tragedia es que el Gobierno no asume sus profundas limitaciones, pero la oposición no eleva proposiciones, no exige las modificaciones imprescindibles para no reiterar los tristes equívocos del pasado.