El hombre que ayudó a su nación a liberarse del pasado fue el mismo al que el gobierno racista de Sudáfrica sentenció a cadena perpetua y, con ello, a verse privado de futuro. El efecto de esa terrible condena, en la mayoría de quienes la padecen, suele ser devastador. No lo fue en el caso de Mandela. Por el contrario: Mandela, entre rejas, concibió su porvenir. Más aún: desde la concepción de ese porvenir aprendió a habitar su presente de prisionero. Fue en la cárcel donde comenzó a hacerse oír como un hombre que provenía del futuro. Sus sueños lo dieron a luz. Sus sueños le enseñaron a razonar políticamente. A decretar la inutilidad del odio y la venganza para llevar a cabo la transformación que requería su país. Lo encarcelaron para silenciarlo y quienes lo hicieron no lograron sino que se lo escuchara cada vez más.
A lo largo de veintisiete años inimaginables de cautiverio, Mandela se liberó de su inicial resentimiento. Dispuesto a aprenderlo todo sobre la idiosincrasia de quienes se empecinaban en ser sus enemigos, estudió la lengua de los afrikaaners y frecuentó su historia. Exploró su lógica y su ideología. Mensuró el alcance de cada uno de sus valores y sopesó la proyección en el tiempo de los objetivos de quienes procedían como verdugos de su pueblo. Es que Mandela aspiraba a derrotar una cultura y no un ejército. Conocerla, inscribirla en una interpretación realista y ya no en la intransigencia del desprecio, significó para él aprender a proceder.
Mandela entendió la democracia como una superación escalonada del caudal de problemas impuestos a su país por el despotismo blanco. Las soluciones que aportó mediante la abolición del racismo dieron lugar al encuentro de Sudáfrica con los grandes desafíos del mundo moderno. En un orden moral, ellas posibilitaron su tránsito social desde el siglo XVII hasta el siglo XX. Sin los pasos que dio Mandela, la marcha que luego de él emprendió Sudáfrica, aun colmada de vacilaciones como estuvo, no hubiera sido posible.
Dos ejes confluyentes vertebraron el pensamiento de ese hombre excepcional: la memoria como deber imprscriptible y el perdón como gesto indispensable. No había, para Mandela, otra herramienta capaz de afianzar la paz, de disolver el sectarismo y neutralizar el odio profusamente sembrado.
Religioso y de izquierda, Mandela fue a la vez un campesino y un aristócrata. Su personalidad escapa a las explicaciones de intensión exhaustiva y sólo se deja abordar por la admiración. Para entenderlo, al menos en un sentido histórico, hay que tomar en cuenta la índole del país en el que surgió y desplegó su inagotable energía. Sami Nair lo señaló certeramente: Sudáfrica es muchos mundos. En ella convergen varios continentes. Comunidades tan diversas como las integradas por cristianos de distinta orientación, judíos, musulmanes e hindúes. Occidente implantó allí su cultura y, como parte de ella, su crueldad. La trama de creencias africanas que atraviesa ese escenario humano se enhebra con todo lo recibido y preserva al unísono su especificidad y su enorme influencia. "Mandela -anota Nair- bebió de las fuentes de todas estas culturas mezcladas y, en su calvario de prisionero de por vida, las transformó en una feliz síntesis universalista, en un camino de reencuentro entre seres que, para vivir juntos, debían tenderse la mano."
Su sabiduría sorprendió incluso a los más prevenidos. Una vez que alcanzó el poder no aspiró a perpetuarse en él. Se negó a homologar la investidura presidencial a su persona. Se sabía idealizado por su pueblo y se propuso desbaratar la tentación demagógica favorecida por ese magnetismo. Finalizado su único mandato, se retiró de la política. Al proceder como un gobernante de transición entre el pasado y el porvenir, fortaleció el sistema republicano.
Mandela logró lo imposible, es decir lo que sólo es viable cuando la imaginación supera la estrechez con que el prejuicio concibe la realidad. Supo aprender y enseñó a reconocer como ineludible la convivencia entre blancos y negros, si se aspiraba a hacer de Sudáfrica una nación y a que dejara de ser un mero conglomerado de fuerzas contrapuestas. Estaba persuadido y persuadió a su pueblo de que el odio, lejos de brindar identidad, la hipoteca en el desprecio.
En Mandela no hubo disonancia entre actos y palabras. La clásica disyuntiva romana -res non verba- no regía para él. A partir de esta conjunción infrecuente en un dirigente político, supo amortiguar, en un mismo ideal comunitario, un vendaval de discrepancias y conflictos hasta entonces insalvables. Fue magnánimo sin ser ingenuo. Quienes empezaron por temerle, terminaron admirándolo; quienes creyeron que bastaba con admirarlo, aceptaron la tarea mayor que Mandela les propuso: empeñarse en concebir a los enemigos de ayer como compatriotas de hoy.
Es cierto que Mandela no terminó de rescatar a su país de las desigualdades sociales. Pero posibilitó que ellas decrecieran sensiblemente al encontrar, en el escenario de la democracia incipiente, un marco promisorio, digno y dinámico, para emprender su desarticulación.
Al tender sólidos puentes entre los sudafricanos mediante la abolición del apartheid, brindó una prueba cabal de que el hombre no está condenado a extraviarse en la barbarie. En un mundo en crisis, agobiado por la ausencia de liderazgos políticos a la altura de los desafíos de la época, la ejemplaridad de Nelson Mandela resulta, al unísono, luminosa y abrumadora.
Son contados los hombres capaces de reconciliar la ética con el ejercicio de la política. Los profetas judíos clamaron por esa reconciliación. Sócrates fue, seguramente, el primero que la exigió en Occidente. Mandela, hasta donde sé, fue, en nuestro tiempo, uno de los pocos que la concretó.
"Soy el capitán de mi destino", escribió. Y con ello dio a entender que había aprendido a administrar sus pasiones y a subordinar los reclamos de su padecimiento personal a las exigencias de su proyecto político.
Albert Camus no se equivocó al caracterizar al siglo XX como "el siglo del miedo". Pero tampoco Mandela se apartó de la verdad sobre el siglo al matizar ese diagnóstico con el perfil triunfante de la redención moral. Mandela probó que el hombre puede, a veces, impedir la tragedia del desencuentro con sus semejantes. "A odiar se aprende -escribió-. Y si es posible aprender a odiar también es posible aprender a amar."
Sobre él se lo sabe todo. Sólo una incógnita subsiste. ¿Cómo fue posible un hombre semejante? ¿Qué alquimia misteriosa produce la aparición esporádica de espíritus como el suyo? Mandela pertenece a la estirpe de quienes se proponen y llevan a cabo lo que al común de los mortales nos resulta no sólo irrealizable, sino incluso inconcebible. La energía que los impulsa es una fuerza poco menos que sobrenatural. Más honda que la inteligencia. Más potente que la ambición. Más sustancial que el coraje. Más sorprendente que la osadía. Más sagaz que el sentido de la oportunidad. Es la energía que distingue a los visionarios. A los hombres que provienen del mañana e irrumpen en el presente dotados de una comprensión superior de la naturaleza de sus conflictos. Cuando parten de este mundo, como ahora lo hace Mandela, siempre se los llora porque quisiéramos retener y preservar algo de lo que han sido y mucho de lo que han significado. Y no estamos seguros de saber hacerlo. Acaso ese algo sea la luminosidad prodigiosa que irradian, sembrando claridad donde falta. Acaso ese algo sea el abrazo fraterno que se atreve a la reconciliación donde reina el desencuentro. Acaso ese algo sea la palabra inspirada que desbarata el escepticismo, disuelve la desconfianza que aleja y enfrenta, supera la incredulidad que envenena los vínculos. Acaso ese algo sea la convicción de que la muerte que debemos temer es la claudicación moral y no la extinción física.
Sí, Nelson Mandela fue uno de esos hombres inusuales. Maestros como él no abundan. Discípulos suyos, tampoco. Y bueno, muy bueno sería, que fuesen más.