Es cierto. En una semana, desde que estallaron la rebelión de Córdoba y el apogeo de los saqueos en esa provincia, ya hubo cinco muertos y decenas de heridos por los asaltos a los comercios. El Gobierno cambió drásticamente el discurso sobre el conflicto. Una situación de tensión extrema se advierte fácilmente en casi todos los funcionarios con responsabilidades ejecutivas.
Sin embargo, los ojos de la política están puestos en la provincia de Buenos Aires y, sobre todo, en el multitudinario y caótico conurbano.
Ahí se vive una calma inquieta y expectante. Es un polvorín social, donde un pequeño fuego podría terminar en un incendio. El gobernador Daniel Scioli adelantó el aguinaldo y le aumentó el salario a la policía. ¿Suficiente? Parece que no. Los empleados públicos, beneficiados por el aguinaldo anticipado, no son los que se dedican a saquear. La policía bonaerense se compara con otras policías (sobre todo con la metropolitana de Mauricio Macri) y la conclusión a la que llega es que está en desventaja.
A Scioli no le sobran recursos, aunque ha hecho ahorros que le permiten cierto desahogo. Todo es elefantiásico en la provincia de Buenos Aires; un punto porcentual de aumento salarial significa cientos de millones de pesos.
Al gobernador tampoco le gusta leer que tropas de la Gendarmería son trasladadas a otras provincias. Cada vez que contingentes de gendarmes llegan a ciudades del interior, el conurbano bonaerense y las fronteras del país son menos seguros.
En efecto, la Gendarmería y la Prefectura no podrán reemplazar nunca a todas las policías provinciales amotinadas. Las fuerzas federales se están agotando. Santa Fe dio la prueba. A pesar del arribo de gendarmes, hubo algunos saqueos en la mañana de ayer. Prefectos y gendarmes viajan en algunos casos sólo como expresión simbólica de cierta autoridad pública. No pueden hacer mucho más. Los saqueadores conocen las ciudades en las que viven mejor que la Gendarmería. Ésta tampoco tiene la información precisa e indispensable sobre las zonas de riesgo de provincias en las que son forasteros, sobre dónde están los sectores sociales más violentos o sobre dónde se oculta el delito.
Hay que seguir el derrotero del jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, para descubrir que es, en el fondo, un kirchnerista sin atenuantes. El problema era exclusivamente provincial y, para peor, mal manejado por su gobernador cuando sucedieron los estragos de Córdoba. José Manuel de la Sota es un opositor. El conflicto era suyo. El gobierno nacional fue un imprudente espectador en las primeras horas del drama cordobés.
Poco después, el problema se convirtió en una monumental conspiración nacional, cuando empezaron a sublevarse gran parte de las policías provinciales, entre ellas la de Chaco, la provincia que gobierna el propio Capitanich. El jefe de Gabinete señaló ayer que el Gobierno estaba ante una desestabilización por los 30 años de democracia que se cumplen hoy. En el mejor de los casos, supone Capitanich, el alboroto policial quiere quitarles brillo a los actos que Cristina Kirchner presidirá esta tarde en la Casa Rosada.
Ayer, la visión conspirativa llegó más lejos cuando el viceministro de Justicia, Julián Álvarez, señaló a un concejal del massismo como propulsor de los saqueos. El conflicto, en fin, es ajeno o es producto de una conspiración. Kirchnerismo puro.
No es sólo Chaco. Scioli está siendo desobedecido en La Plata. Los muy kirchneristas gobernadores de Tucumán, Entre Ríos, Chubut y Jujuy enfrentan duros planteos policiales en sus provincias. Las sublevaciones no hacen distinciones entre gobernadores oficialistas u opositores. Tampoco hay diferencias geográficas. La mancha de la rebelión se extiende desde Jujuy hasta Chubut. Los últimos saqueos ocurrieron en la entrerriana Concordia y en la bonaerense Mar del Plata. El kirchnerismo cometió muchas veces el error de asignarles a sus adversarios más envergadura que la que tienen. ¿Acaso Sergio Massa podría haber impulsado desde Tigre esa vasta marea nacional de protestas policiales? Imposible.
El problema es más simple: las policías están mal pagadas en un país bajo los efectos de una muy alta inflación. Las policías están, además, atravesadas por las complicidades con el crimen. El propio gobernador de Santa Fe, Antonio Bonfatti, aseguró hace poco que su policía tiene nexos indubitables con el narcotráfico. Narcotráfico y malos salarios son una mezcla explosiva.
En los últimos días se volvió a discutir sobre la conveniencia -o no- de permitirle a la policía cierta sindicalización. Es cierto que las fuerzas de seguridad pasan del silencio y la obediencia a medidas de fuerza tomadas por asambleas de cientos o de miles de personas. Nadie puede negociar en esas condiciones. Es igualmente veraz que son organizaciones armadas, manejadas necesariamente por un extremo verticalismo, y que esa circunstancia desaconseja cualquier proyecto de sindicalización.
El componente más importante del conflicto policial es la crisis social no reconocida por el gobierno nacional. La policía se subleva porque sabe, mejor que nadie, que los lazos sociales están rotos y que la responsabilidad del ciudadano es una obligación arqueológica. Sabe también que hay sectores numerosos de la sociedad que viven en la miseria, que han perdido cualquier esperanza de ascenso social y que acceder a un televisor led sería la única revolución posible en sus vidas. Conoce que el rencor social serpentea entre muchos argentinos. La inflación, que afecta a todos, pero que tiene sus efectos más devastadores en los sectores muy pobres, es un fenómeno que une en la penuria a policías y carenciados.
Sería fácil si Massa fuera el culpable. Massa o cualquier conspirador. Sólo bastaría hablar con él o con ellos para resolver el problema. Un conflicto latente, vasto y olvidado, que es lo que es el problema actual, requiere de soluciones más sofisticadas que echarle la culpa a otro. O que buscar imposibles destituyentes hasta debajo de la mesa.