Se cumplen hoy treinta años desde la asunción de Raúl Alfonsín como presidente constitucional de los argentinos. Treinta años de ejercicio democrático ininterrumpido que deben ser festejados, en tanto hemos sido capaces de atravesar diferentes crisis sin recurrir a las fórmulas autoritarias que signaron las anteriores cinco décadas. Pero así como el tiempo transcurrido nos invita a celebrar, también n os obliga a reflexionar sobre asignaturas pendientes y amenazas que podrían derivar en escenarios donde asomen, bajo la fachada democrática, los rasgos del autoritarismo.
Casi no hace falta aclarar que la Argentina de hoy es muy diferente de la que dejamos tres décadas atrás, con la reapertura democrática y la recuperación de las instituciones en plenitud. A tal punto que casi no hay argentinos que no conciban la democracia como el mejor sistema de gobierno posible. Es que en todos estos años nuestro país no sólo ha tenido autoridades legítimas constituidas debidamente, sino además subordinadas a una Constitución y sujetas al juicio que ésta señala para quienes se aparten de su cumplimiento. Se trata de una limitación que, lejos de empequeñecer la investidura de los funcionarios, la agiganta.
Lamentablemente, no han faltado ni faltan quienes todavía consideran que es más fácil gobernar cuando no se tienen vallas para la toma de decisiones gubernamentales. Pero es claro que gobernar respetando las reglas de juego y la división de poderes propia de nuestra República constituye el único camino que asegurará éxitos duraderos.
La Argentina no ha sido ajena en estos treinta años a graves crisis. Empezando por las sublevaciones militares sufridas entre 1987 y 1990, que merecieron en respuesta contundentes muestras de apoyo a las instituciones democráticas, y terminando con los episodios hiperinflacionarios de 1989 y 1990 o con el estallido socioeconómico de fines de 2001, que derivó en la renuncia de Fernando de la Rúa. En todos los casos, la sociedad argentina, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, exhibió la madurez y la templanza necesarias para reencauzar la situación por la vía institucional.
Y hoy, ni siquiera la inquina que se muestra desde el Poder Ejecutivo hacia sus opositores ha llevado ni a éstos ni a nadie a pensar en otras soluciones ajenas a los procedimientos emanados de nuestra Constitución. Se trata de un cambio diametral respecto de las concepciones autoritarias que signaron otras etapas de la historia argentina.
Alfonsín precedió su período presidencial proclamando que con la democracia se come, se cura y se educa. Hoy no es necesario abundar en datos estadísticos para advertir las dificultades que, incluso en democracia, enfrenta aquella noble tarea enunciada por el ex presidente. Tras treinta años de democracia, el balance económico y social no exhibe un pase a la prosperidad material para buena parte de la población. Los estudios más serios dan cuenta de que un 25% de los hogares se hallan en situación de pobreza. Nos advierten de que mientras la Argentina era, hasta los años 60, líder en educación, en los últimos años ha visto caer su calidad educativa en forma significativa, tal como lo demuestran las pruebas PISA. También nos indican que el hambre no ha sido desterrada del país y que la salud pública deja mucho que desear.
La inseguridad ha pasado a ser una de las cuestiones más inquietantes y que, pese a las apariencias y los discursos políticos que señalan que hemos recuperado el Estado, la realidad nos enseña que lo que tenemos es un enorme gobierno dentro de un Estado casi ausente. El singular crecimiento del narcotráfico en los últimos años es uno de los más tristes indicadores.
A lo largo de estas tres décadas, hemos tropezado más de una vez con la piedra de la inflación, generada por la tradicional tendencia a gastar mucho más de lo debido y financiarlo con emisión monetaria. La disciplina económica sigue siendo una de las materias que nuestros sucesivos gobernantes no han aprobado. La falta de capacidad para aprovechar los muy favorables términos de intercambio de la última década y convertirlos en el desarrollo de una infraestructura de la que aún carecemos sirve de ejemplo.
Finalmente, la calidad institucional sigue siendo una meta muy lejana. Cuando los gobiernos están persuadidos de que sólo pueden gobernar al amparo de leyes de emergencia económica que justifiquen inadmisibles delegaciones de poder del Congreso al Poder Ejecutivo; cuando con la democracia conviven el clientelismo, el caudillismo y, en ocasiones, el nepotismo; cuando desde el Gobierno se pretende manipular a los jueces; cuando se busca limitar la libertad de prensa mediante tan sofisticados como oscuros procedimientos; cuando se acumulan episodios de corrupción pública sin un digno esclarecimiento ni condenas y cuando la seguridad jurídica y el derecho de propiedad sufren con frecuencia distintos azotes desde el poder político, cuesta mucho hablar de calidad institucional.
Queda la sensación de que el prestigio internacional que ganó la Argentina tras la recuperación de la democracia y el memorable enjuiciamiento a las cúpulas militares y a los líderes guerrilleros se ha ido perdiendo con la continua tentación de cambiar reglas de juego necesarias para el desarrollo del potencial del país.
Se impone, entonces, desandar el camino que nos ha alejado de la concordia y de la institucionalidad para retomar un rumbo basado en el diálogo, la construcción de consensos amplios y la liberación de las fuerzas productivas, que no puede ser mejor resumido que en la letra del Preámbulo de la Constitución Nacional.