Existe una vieja mala praxis del Gobierno, como en otros campos, que nunca atendió adecuadamente las crecientes distorsiones en el esquema salarial de las policías, las fuerzas de seguridad e, incluso, las Fuerzas Armadas. Hay como añadido un condimento político: Cristina Fernández fue derrotada en las legislativas de octubre y su administración deja escapar síntomas de desestructuración, mas allá de los esfuerzos que realiza Jorge Capitanich, el jefe de Gabinete. El cuerpo social, por otra parte, se ofrece de teatro propicio para que cualquier conflicto progrese y se potencie. Se ha acentuado allí la fragmentación y es posible descubrir una peligrosa pérdida de las nociones básicas del orden y la autoridad. Esa realidad podría explicar, en buena parte, los desbordes, los saqueos y las muertes (cuatro hasta el presente) que en menos de una semana, desde el estallido en Córdoba, acompañaron las protestas policiales.
El debilitamiento de la autoridad, en este contexto, podría representar una de las señales más graves que trasuntarían, cuando se conmemora su trigésimo aniversario, algunas de las fragilidades de nuestra democracia.
Los policías, en varios de los pleitos, asumieron una sindicalización de hecho y torcieron el brazo al poder político. En casos, con prácticas extorsivas e inaceptables. Forzaron el regreso del exterior de José Manuel de la Sota, que para sofocar el fuego debió otorgar un incremento salarial de u n volumen difícil de digerir para las arcas provinciales. Como coletazo, su gobierno está atravesado por una crisis. Ayer debió renunciar la ministro de Seguridad, Alejandra Monteoliva, y el jefe de Policía, designado hace apenas 84 días.
Daniel Scioli también canceló en la mitad su viaje a Río de Janeiro –donde al menos logró una foto junto al ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton— para hacer a su regreso una oferta de $ 8.570. El gobernador no mensuró la magnitud del conflicto cuando el viernes creyó que con el anticipo del aguinaldo podría atemperar el clima caldeado.
La policía de Entre Ríos, como sucedió en Córdoba, liberó las calles de Concordia en el mismo momento en que el gobernador, Sergio Uribarri, comunicaba que viajaba a esa ciudad.
La mandataria de Catamarca, Lucía Corpacci, fue encerrada en su despacho la semana pasada por los policías rebeldes. Pudo salir recién cuando intervino la Gendarmería.
Si hacía falta un gesto simbólico sobre el sentido del desafío, lo percibió el propio Jorge Capitanich: la policía de Chaco aguardó su primera visita a la provincia como jefe de Gabinete para desplegar sus reclamos.
Todo eso representaría, guste o no, una alteración en el escalonamiento natural de la autoridad del sistema. También es cierto que, en su nacimiento, el Gobierno hizo poco y nada para encauzar con rapidez los conflictos policiales. Se enredó en una interna política con De la Sota sin percibir el impacto que podría sobrevenir al desmadre cordobés. Reaccionó tarde, recién cuando Buenos Aires quedó comprometida por un fenómeno similar. Aquel impacto no obedeció, por capricho, al llamado efecto contagio que esgrime el cristinismo.
Hay una añeja situación salarial anómala en las policías y una degradación social donde fermentan los desbordes y la violencia.
Incluso la historia de las desidia oficial podría remontarse mas lejos.
La huelga de prefectos y gendarmes, de octubre del 2012, fue saldada con algún descabezamiento de su cúpula pero sin soluciones para el reclamo de fondo.
Esas demandas, en general, tienen amparo en una realidad: los salarios suelen estar compuestos por un básico pequeño que se engrosa con adicionales y suplementos. Lo describió ayer un agente rebelde de Entre Ríos cuando contó que cobra –con horas extras—unos $ 5.000 mensuales aunque su salario de base es de $ 1.800.
Lo que sucede en las policías no es distinto a lo que ocurre en el ámbito militar. Allí el 70% de los sueldos de los 73 mil agentes en actividad está compuesto por suplementos. Muchos militares consiguieron actualizaciones salariales vía judicial. Hay en lo Contencioso Administrativo aún miles de causas pendientes.
El Gobierno ha pretendido deslizar este problema originado, ante todo, en una mala praxis al terreno de la política. Capitanich lo ligó a un presunto intento de desestabilización justo en el aniversario de la recuperación democrática. Florencio Randazzo, el ministro del Interior y Transporte, sembró dudas sobre el supuesto silencio de la oposición. Julián Alvarez, el secretario de Justicia, apuntó directo contra Sergio Massa.
Ninguno se debe haber enterado, por ejemplo, del acto de defensa institucional, con todos los partidos, que realizó el socialista Antonio Bonfatti en Santa Fe, jaqueado por una policía filtrada por el narcotráfico.
La tentación del fantasma destituyente siempre está a flor de labio en el relato K. Sirve el antecedente del 2010 en Ecuador cuando una revuelta policial fue denunciada por Rafael Correa como pretendido golpe de Estado. Sirve también, a ese propósito, la teoría del juez de la Corte Suprema, Raúl Zaffaroni, que sostiene que a falta de Fuerzas Armadas los golpes en América latina podrían estar ahora en manos policiales.
El presente de estas rebeliones reflejaría, ante todo, una ineficacia de gestión y la terca negativa K sobre una cuestión que hace estragos en la sociedad, de pies a cabeza: la inflación.