Amado Boudou es un símbolo de muchas cosas. Está inscripto en una herencia de problemas relegados. Boudou es, en efecto, un problema político, judicial, electoral e institucional. Es también el ejemplo más claro de una manera de decidir de Cristina Kirchner, espoleada a veces sólo por el capricho del momento.

Como sucede en toda mala hora, a la Presidenta se le acumulan también los conflictos no resueltos, sobre todo los de la economía. Inflación alta y ascendente. Penuria de dólares. En ese contexto de adversidades, la situación del vicepresidente se complica cada vez más en la Justicia.

Aunque no parezca, Boudou sigue siendo el vicepresidente de la Nación. Es la segunda figura institucional de la República. Las pruebas contra él se acumulan en el despacho del juez Ariel Lijo. De nada valieron, hasta ahora, las fuertes presiones de enviados presidenciales para que los jueces cerraran las causas abiertas contra Boudou por manejos deshonestos del dinero público.

Boudou sembró pruebas de tal magnitud que sólo quemando el expediente del caso Ciccone podría detenerse el proceso que lo lleva, inexorablemente, a una citación a declaración indagatoria.

Ayer se sumó el testimonio judicial de Guillermo Reinwick, yerno del patriarca de los Ciccone. Reinwick aseguró que hubo reuniones entre su suegro y Boudou por la venta de su empresa. Boudou desmintió siempre cualquier vinculación suya con la compra de esa compañía, la más moderna del país en fabricación de papel moneda.

Una eventual citación a indagatoria, que sería inminente, promovería un enorme escándalo político e institucional. Esa citación pondría al vicepresidente en las puertas del procesamiento judicial. Ningún juez toma la decisión de indagar a un funcionario de tal envergadura si no tiene antes las pruebas para procesarlo.

El problema Boudou reaparece en un mal momento para Cristina. Está haciendo un ajuste suave de la economía, tratando de que no se llame ajuste y de que tampoco se note. La convalecencia sucede en una circunstancia políticamente oportuna.

No es ella la que da las malas noticias, sino el flamante jefe de Gabinete, Jorge Capitanich. Anteayer, anunció que no habrá bonificaciones adicionales de fin de año para los trabajadores y, encima, que el aguinaldo será esquilmado por el impuesto a las ganancias. Ese impuesto no afectó al medio aguinaldo de junio pasado. Pero era otro momento: eran las generosas vísperas de las elecciones.

Ayer, Capitanich debió justificar (cosa que Ricardo Echegaray evitó) un importante aumento en el porcentaje de anticipo de impuesto que los argentinos pagan cuando hacen compras con tarjetas en el exterior o viajan fuera del país. Es más un impuesto que un anticipo de impuestos, porque muy pocos reclaman su devolución.

La mayoría supone, con razón, que la AFIP investigará hasta el fondo la historia tributaria de cada uno antes de devolver lo recaudado. Y siempre la agencia impositiva tiene un argumento para reclamar más que lo ya se pagó.

El propio Capitanich está conversando con dirigentes gremiales de la CGT oficialista para que se fije un tope para los aumentos salariales del año próximo. A algunos les deslizó la cifra ideal de un 15 por ciento; a otros les insinuó que se podría llegar al 20 por ciento, pero nunca más que eso.

El primer problema que tiene es que la inflación de este año, según el acelerado ritmo de las últimas semanas, podría acercarse al 30 por ciento. O superarlo levemente. El segundo problema que lo acosa es que hay dos CGT y que él no habla con la otra, la opositora de Hugo Moyano.

Un acuerdo que incluyera pautas firmes sobre aumentos salariales requeriría, forzosamente, el consenso casi unánime de los dirigentes gremiales. De otro modo, no habrá acuerdo, porque cualquier pacto de unos será saboteado por los otros.

El Gobierno hizo algunos cambios, más o menos coherentes, en su relación económica con el mundo, pero son parciales. No incluye, por ahora, el aspecto comercial de esa relación, que ya estropeó los vínculos con muchas naciones. Tampoco hay un programa económico distinto en el manejo interno de la economía.

La administración toma decisiones aisladas, que no resuelven nada. Aceleró el ritmo de la devaluación, pero parece impotente para frenar las expectativas inflacionarias. Resultado: la devaluación, medida en términos interanuales, es ahora superior a la inflación. La inflación, a su vez, sigue el ritmo de la devaluación. Un círculo insoportable.

Es en ese paisaje de contrariedades en el que Capitanich construye su sueño presidencial. El jefe de Gabinete cree que la exposición mediática, por sí sola, puede edificar una figura popular. La historia señala que la popularidad depende mucho de la eficacia de las políticas que se plantean. Y Capitanich carece de políticas nuevas y, sobre todo, de tiempo.

Inflación e inseguridad son las prioridades de la sociedad en todas las encuestas de opinión pública. La inflación no desapareció porque la Presidenta haya decidido algunos enroques en el gabinete.

La inseguridad ha sido puesta en manos inexpertas. María Cecilia Rodríguez, la nueva ministra de Seguridad, es una buena especialista en ayuda humanitaria. Punto.

No sabe mucho más que darles atención y consuelo a las víctimas de una tragedia. Si Sergio Berni sigue siendo el hombre fuerte de la seguridad, ¿por qué no lo hace ministro a él? ¿Acaso porque es teniente coronel en actividad del Ejército? Berni es viceministro de Seguridad y ni siquiera se ha retirado del Ejército. ¿Qué diferencia habría entre ser ministro de Seguridad y ser lo que es ahora, el hombre fuerte de ese ministerio?

Fuentes oficiales señalaron que la designación de Rodríguez se debió a la necesidad de la Presidenta de enviarle un mensaje a La Cámpora (donde milita la ministra) de que los cambios de algunas políticas no significa el fin del camporismo.

En tal caso, la Presidenta estaría jugando con fuego: la sociedad le pide soluciones para un drama cotidiano, no equilibrios políticos internos.

Algo parecido sucede con la designación del sacerdote Juan Carlos Molina al frente de la Sedronar, la secretaría de Estado que debe prevenir la drogadicción y luchar contra el narcotráfico, según el complicado título de ese organismo.

Molina, un cura fuertemente adscripto al kirchnerismo santacruceño, ha hecho encomiables esfuerzos para atender a las víctimas de las adicciones a las drogas. Punto. El resto del complejo problema del tráfico de drogas, que es parte importante de la inseguridad, le es desconocido.

El obispo de Río Gallegos, Miguel Ángel DAnnibale, autorizó a Molina a aceptar el cargo (aunque lo suspendió como sacerdote) porque sabía que de todos modos diría que sí. Molina se incorporó a la orden de los salesianos cuando comenzó su carrera religiosa, pero cuando llegó a Río Gallegos se convirtió a la orden de los Kirchner.

Tiene fama en la Iglesia de andar por las suyas en la vida. Su designación no fue bien recibida por la Iglesia. Al contrario. La designación de Molina podría restarles autoridad a los obispos para seguir denunciando el flagelo de la droga. Ellos fueron los primeros que hace pocas semanas mostraron, en un duro documento, la dimensión del drama.

Cristina es una política hábil, pero casi nunca acierta cuando le toca elegir a sus colaboradores. Boudou fue sólo el caso más descollante de una saga muy larga, que no cesó.