A ese lote, tal vez, hasta podrían sumarse José de la Sota y el entrerriano Sergio Urribarri. Todos deberán recorrer, sin embargo, una transición que se avizora bien compleja. En ese camino podrían ir perdiendo aspiraciones. La historia de la vapuleada democracia lo demuestra: Antonio Cafiero fue el gran ganador en las elecciones de 1987 en Buenos Aires, pero sucumbió ante Carlos Menem en la pelea por la candidatura presidencial peronista; Graciela Fernández Meijide resultó, en ese mismo distrito, la gran revelación de 1997 venciendo al PJ aunque el trampolín de la Alianza a la Casa Rosada correspondió a Fernando de la Rúa.

Parece curioso, pero por segunda vez en la Argentina una elección de medio término asoma sujeta a una gran previsibilidad. No es que no sucedan cosas ni dejen de irrumpir imponderables. Todo lo contrario. Pero el nuevo sistema de las primarias, malformado, se ha convertido en anticipo fiel sobre lo que vendría después. Ya pasó cuando Cristina Fernández ganó la reelección en el 2011: todas las conjeturas, entonces, rondaron acerca del volumen final que obtendría la Presidenta y de cuál sería el retador que quedaría a tiro. El debate ahora es similar tomando en cuenta un punto de partida inmutable: el Gobierno perderá en las cinco principales provincias (Buenos Aires, Capital, Santa Fe, Córdoba y Mendoza) que representan el 70% del padrón nacional.

Quizás el mayor interrogante a desentrañar, a esta altura, lo constituya Cristina.

La Presidenta se ausentó por enfermedad de la campaña desde la primera semana de este mes. Los médicos informaron el miércoles que se recupera bien pero que debe continuar con su reposo estricto. Confirmaron que su problema es la arritmia más que aquel hematona cerebral. No existe absoluta certeza sobre su fecha de retorno y algunas fuentes cristinistas mencionan la posibilidad de alguna filmación que se haría pública en los próximos días para mostrarla en franca recuperación. Lo hizo Menem, en los 90, cuando sufrió la operación en la carótida. A su vuelta, se encontrará con la nueva escena: una derrota electoral consumada y una transición, enfocada en su adiós, con sus pasos iniciales.

La primera duda tendría que ver con sus posibles reacciones anímicas y políticas. Sobre el primer tópico hay pistas permeadas de su encierro en Olivos: la Presidenta se siente retemplada después de superar la operación en su cabeza. Alrededor de su nuevo tiempo político se tiende un hermetismo inviolable.

¿Seguirá igual que antes? ¿Podrá hacerlo? ¿Buscará reconfigurar su sistema de decisiones y de poder? ¿Explorará otras alternativas?

Su tropiezo de salud, entre tantas cosas, pareció dejar en evidencia algo: el costo –también el fracaso– de su estilo de conducción.

Ese estilo lo aprendió y lo heredó de Néstor Kirchner. Aunque le dio, por razones de personalidad, varias vueltas de tuerca. Se refugió en un personalismo extremo y encogió hasta lo ínfimo a su entorno. En esta emergencia quedó demostrado: los únicos que tallan, de verdad, son Máximo, su hijo, y Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico.

La emergencia habría servido además para desnudar lo estéril de su construcción política. Esa construcción se liga a su personalismo. Sólo un capricho o la seguridad de la inexistencia de una acechanza opositora indujo a la Presidenta a ungir a Amado Boudou como compañero de ruta. El Poder Ejecutivo permanece descabezado desde que comenzó la convalecencia. El vicepresidente fue felpeado por el propio cristinismo y careció de defensas. No las tiene: es el funcionario con peor imagen popular y está apremiado por la Justicia en varias causas. A tal punto llegó la devaluación que Florencio Randazzo, el ministro de Interior y Transporte, comunicó que la decisión de estatizar la línea ferroviaria del Sarmiento, luego del tercer accidente en 20 meses, la adoptó sin consultar a Cristina ni a Boudou. Podría ser cierto: el tema había sido convenido con la Presidenta tras el accidente en Castelar.

Aquella conducción política presidencial tampoco dio buenos dividendos en la batalla electoral. El armado nacional dependió de ella misma y de su círculo íntimo, donde penetra La Cámpora. En Buenos Aires, optó por Martín Insaurralde sólo luego del lanzamiento de Massa y del naufragio de la postulación de Alicia Kirchner. Tras la derrota en las primarias se apartó del intendente de Lomas de Zamora. En Capital, empinó a Juan Cabandié, el camporista que se ocupó de los desastres de campaña. Aceptó a Daniel Filmus como candidato a senador porque no tuvo a otro. En Santa Fe, después de muchos cabildeos, dejó al ex gobernador Jorge Obeid. Pero La Cámpora se encargó de boicotear su campaña. En Córdoba autorizó a la rectora de la Universidad, Carolina Scotto, alejada de cualquier figuración importante.

A Cristina, amén de ese panorama, le aguarda otro problema para encarar la transición: la pérdida de la iniciativa política y pública.

Puede que el peso de su figura provoque por momentos un espejismo: pero se diluirá rápido si su gestión no mejora y si las cuestiones que instaló la campaña electoral –la inseguridad y la inflación, en especial– no reciben alguna respuesta. Basta con hacer un poco de memoria para comprender cómo el Gobierno viene a la retranca. Luego de la derrota en las primarias actualizó el impuesto a las Ganancias, elevó facturación para los monotributistas, distribuyó fondos para las obras sociales sindicales, admitió la existencia de la inseguridad. Todas, cuestiones que negaba o resistía y que detonaron en las primarias el triunfo opositor. Sobre todo, el de Massa en Buenos Aires.

Aquellas improvisadas respuestas se asemejaron a maquillajes. La médula de los problemas sigue intacta y la Presidenta no da señales de estar detrás de ninguna solución. Contra la inflación no hace nada. Contra la fuga y la trepada del dólar y la caída de reservas del Banco Central tampoco. Guillermo Moreno se ahoga en la política de controles mientras Hernán Lorenzino, el ministro de Economía, ensaya un débil ordenamiento del frente externo para conseguir dólares. El acuerdo en el Ciadi con empresas extranjeras que litigan contra la Argentina desde el 2001 tiene ahora el efecto de una aspirina. Los zafarranchos con el mundo son demasiados. El titular de YPF, Miguel Galuccio, está timoneando una negociación reservada para destrabar el conflicto con España por Repsol. Habría en el medio un veterano dirigente español, resistido por el jefe de Gobierno Mariano Rajoy. Muchos gestos desesperados, casi nula planificación.

Cristina deberá conducir la transición debiendo prever también qué hará de su vida personal y política cuando ceda el mando. Eso nunca constituyó una preocupación de los Kirchner porque el matrimonio imaginó un mecanismo de alternancia entre ellos. El ex presidente, sin embargo, sabía que la eternidad no existe en el poder. Aunque sí la vigencia en la política. Para mantenerla siempre consideró imprescindible edificar un poder económico propio.

Sus modelos fueron Felipe González y José María Aznar, quienes aun fuera de La Moncloa inciden en la política española. Eso explicaría el emporio de dinero que heredó la Presidenta, de donde salen huellas sobre hechos de corrupción.

Esa concepción podría dejar a Cristina frente a la nada a la hora de tener que resolver la sucesión. El gobernador más fiable que dispone es Urribarri. Pero pocos creen que el entrerriano tenga envergadura para colgarse al peronismo en sus espaldas y pugnar con chances por el 2015. Scioli se ofrece, en cambio, con los brazos en jarra. El gobernador bonaerense ha terminado en un lugar que nunca imaginó: se transformó en la campaña en más cristinista que el cristinismo.

Busca ganar una confianza que, pese a sus esfuerzos, le sigue siendo retaceada.

Massa frota sus manos con esa cristinización de Scioli. El líder del Frente Renovador recoge impresiones callejeras que coteja con sus encuestas. Una mayoría de la gente estaría dispuesta a dar por concluida esta década. Incluso una porción nada desdeñable –al menos en Buenos Aires– que trasunta simpatías por Cristina, fogoneadas ahora por su convalecencia. Hay un trabajo que refleja esa situación: el intendente de Tigre tuvo en agosto un 25% de votantes pro-kirchneristas. Ese porcentaje no se habría alterado entre las primarias y estas legislativas. En ese recorrido Massa quedó con claridad enfrentado con el Gobierno. La Presidenta lo tildó de opositor. No habría dudas sobre lo que se estaría cocinando en la política de este tiempo.

¿Un peronismo, dos peronismos, tres peronismos en el 2015?

Ese es el gran interrogante que empieza a tapizar la transición. ¿Scioli contra Massa? ¿O también la intervención de un delfín cristinista, aún para perder? El enigma despereza a la oposición no peronista. La división podría abrirle, tal vez, un callejón a Macri o franquearle las puertas a la consolidación de la alianza entre radicales y socialistas.

Ese futuro es el que empezaría a desmigarse en las legislativas de hoy, huecas a priori de sorpresas grandes. Las sorpresas aguardarían, tal vez, más adelante, donde la sociedad estaciona sus expectativas.