En las que acontecen en la superficie del proceso electoral se cruzan discursos, escasas propuestas, polémicas y mentiras o medias verdades. Éste es el nivel donde abunda la política de la sospecha: el oficialismo denuncia golpes y toda clase de conspiraciones, y no faltan opositores que se dejan envolver por semejante atmósfera.

La consigna para librar este combate consiste en identificar destituyentes que actúan como testaferros de poderes ocultos, corporativos y mediáticos. No habría, según esta óptica, autonomía ciudadana, sino el astuto montaje de unos poderes en la sombra que manipulan al elector para convertirlo en mero transmisor de sus intereses.

La política de la sospecha es pues un recurso retórico y un emergente de lo que viene sucediendo en el país desde hace ya una larga década: presidentes que no concluyen su mandato al paso de crisis económicas y rápidos movimientos de la dirigencia que, ante el vacío, arman otros escenarios, en particular el de la rotación dentro del matrimonio Kirchner.

Tan grave como esos episodios de nuestro pasado reciente es la memoria de aquellos hechos agónicos. Por esos soportamos una sensación de inestabilidad a la cual no son ajenas las concepciones hegemónicas de un Gobierno que, hasta hace pocas semanas, se consideraba intérprete exclusivo y autorizado de las mayorías populares. Roto ese vínculo por un resultado electoral adverso, la impresión de inestabilidad también penetra en los rangos del oficialismo.

Estos riesgos no están suspendidos en el aire. Arraigan, al contrario, en tierra firme porque bajo los conflictos de superficie permanece en ebullición una historia profunda que se va formando por unos golpes mucho más reales que imaginarios. Ante el fracaso de las decisiones que se fueron acumulando a lo largo de estos últimos años, y la evidente ausencia de políticas de Estado, la sociedad se estremece con el crimen organizado (véase, por ejemplo, lo que pasa en Córdoba y Rosario), las falencias del transporte con su séquito de víctimas o los efectos de una inflación creciente.

Es una situación en la cual cruje la infraestructura de la vida cotidiana mientras se va apagando una visión acerca de lo público anclada en el pasado. La política de la sospecha y el imaginario destituyente son parte de una manera de ver las cosas que, se creía, había alcanzado su apogeo en 2011 con la más rotunda mayoría obtenida en 28 años de democracia. Breve apoteosis. En verdad, el pasaje del apogeo al crepúsculo ha sido muy veloz, lo cual debería suponer un cambio de perspectiva; una modificación del ángulo de nuestras inquietudes que coloque en lugar preferente de la agenda pública el ánimo instituyente y el espíritu constructivo. Seamos sinceros: estas virtudes están muy poco difundidas entre nosotros.

Esta doble orientación del comportamiento tiene varios referentes. En primer lugar, la inteligencia práctica para instituir nuevas reglas con apetito de porvenir. Desde hace mucho tiempo, el asunto sigue pendiente. Deberíamos entender que las buenas instituciones están para durar y que esa duración no es posible sin consensos factibles. La manía de machacar sobre la confrontación y el carácter agonal de la política nos ha legado un régimen político cuyos participantes no son propensos a dialogar, proponer y coincidir. Las desconfianzas recíprocas y los discursos cambiantes y poco creíbles podrían, acaso, explicar estos cortocircuitos para llegar a consensos posibles.

Lo que por ahora cunde es el efecto opuesto de lo deseable, las denuncias acerca de un amasijo de corrupciones y la contracara de las acusaciones hacia los destituyentes que destapan esa trama indecente. Poco y nada se reflexiona en torno a las causas que han producido esos derrumbes de la moral pública y a la pobreza presupuestaria de las instituciones independientes aptas para controlar y sancionar corruptelas, grandes y pequeñas. Las ideas normativas acerca de la responsabilidad de los gobernantes, correlativas a la obligación de rendir cuentas por sus actos, tendrían que ser uno de los pilares de la reconstrucción.

En parte estas carencias obedecen a las malformaciones de nuestro sistema representativo que, de cara a una posible sucesión o alternancia presidencial, se fragmenta y realimenta sus tendencias faccionalistas. Dado este cuadro, parecería que el mejor camino es el que proponen las coaliciones programáticas y el desarrollo del arte asociativo (la victoria en Corrientes del gobernador Ricardo Colombi, el domingo, se debe, entre otros motivos, a este estilo de hacer política).

Con esto decimos lo obvio, pues este replanteo de nuestra cultura política exige disponer de instituciones adecuadas. Valga el ejemplo de las PASO. Las elecciones primarias del mes de agosto fueron un factor decisivo para impulsar un cambio de dirección que podría ratificarse en octubre. Pero lo que sirve en una oportunidad puede ser un impedimento en otra.

Si se trata de formar una coalición, las PASO son útiles para integrar una lista de candidatos a diputados mediante la representación proporcional (es lo que pasó, como se recordará, con la conformación de la lista de diputados de UNEN en la ciudad de Buenos Aires). No son tan útiles cuando se trata de elegir candidatos a senadores o a presidente y vicepresidente. En ambos casos, las fórmulas se excluyen y, de acuerdo con la ley en su artículo 44, las fórmulas no se pueden modificar. Volviendo a los datos porteños, en la UNEN se impuso la fórmula para senadores encabezada por "Pino" Solanas porque la ley impide configurar dicha fórmula con los candidatos que salieron primero y segundo.

Tan rígido como éste es el método para elegir candidatos a presidente y vicepresidente. Para el año 2015, en contra de lo que por ejemplo ocurre en Estados Unidos y en Uruguay, competirán en las PASO fórmulas de candidatos imposibles de combinar para presentarlas en los comicios definitivos. Esta falta de flexibilidad atenta contra la posibilidad de formar coaliciones representativas de las principales fuerzas que compiten en un mismo espacio.

Se podrá argüir que un esquema alternativo es incompatible con los artículos 54 y 94 de la Constitución Nacional, olvidando quizá que la Constitución se refiere a la presencia de fórmulas en las elecciones definitivas y no en las previas de las primarias. Habría entonces que pensar, debatir y acordar para ir estableciendo nuevos caminos de entendimiento institucional. Cuanto más apertura haya para incorporar candidatos, mejores serán los resultados para unos y otros.

Todo esto puede sonar a formal y abstracto. No lo es, al contrario, si advertimos que la Argentina, en su sociedad civil y en la geografía de su invertebrado federalismo, es como una materia vital sin forma eficiente. Asciende vertiginosamente en la bonanza, se estremece y declina con estrépito en las circunstancias críticas de su economía, y no termina de encontrar las instituciones que la encaminen a robustecer una democracia republicana y responsable. Hay decenas de ejemplos que podrían sumarse a los pocos que hoy recapitulamos. A lo sumo servirían para incrementar un repertorio de frustraciones. No es éste el rumbo. Instituyentes del futuro y no destituyentes del pasado: esto es lo que ahora nos urge.