Toda pregunta conduce a referencias acerca de un partido que hace tiempo dejó de existir, una fuerza que por la enorme vigencia que cobró en el pasado ocupa hoy el espacio que en el presente debería asumir la política en la totalidad de sus expresiones. Pero para demasiados protagonistas de la política actual parece más cómodo negarse a asumir tal desafío de nuestra democracia.
Algunos declaran que no se puede gobernar sin ese presunto aparato; otros explican que las fuerzas alternativas no logran vigor porque ese fantasma excesivo ocupa todo el espacio político. Ambas miradas hacen de cuenta que sobran las vocaciones y las propuestas, primera falacia; suponen, en un segundo enredo, que la idea de lo colectivo guía nuestros sueños, pero que el fantasma del peronismo limita su accionar.
Una lectura histórica muestra que el movimiento que articuló Juan Domingo Perón surgió para imponer la visión cultural y la representación política de los marginados en una sociedad permeada por la mirada europea, tanto de las elites como de los inmigrantes, que sólo sabían de izquierda o derecha, de anarquismo y de autoritarismos. El peronismo nació, como fuerza original, para abrir la política a quienes no participaban del poder económico, y ante la resistencia del poder económico se generó una fractura entre los humildes y los llamados gorilas, individuos que despreciaban al pueblo trabajador y en especial su forma de vida.
Hubo golpes y sueños democráticos y dieciocho años de exilio durante los cuales, en nombre de Perón, se proscribió la opinión de los humildes. No obstante, el movimiento resistió y por fortuna Perón regresó a tiempo para actualizar su legado: de modo categórico condenó el sectarismo y la violencia, y convocó al encuentro de todas las fuerzas con raíz democrática. ¿Cómo pueden hoy pretender heredarlo quienes, tan luego, cuestionaron ese legado?
En las últimas décadas, la política no se destacó como una pasión de nuestra sociedad: no logramos forjar liderazgos capaces de soportar el paso por el poder; depositamos la representación en personajes provisionales, no tuvimos la capacidad de instalar ideas y propuestas en las instituciones partidarias. Eso explica que hoy quienes merecen nuestro respeto y admiración estén por lo general lejos de los cargos públicos. Los argentinos, que creemos caracterizarnos por la inteligencia, hemos dejado la política en manos de la precaria viveza.
En esencia, carecemos de proyectos colectivos que se puedan concretar en políticas de Estado. En ese vacío se imponen grupos minoritarios tan mediocres como fanáticos y autoritarios que intentan perpetuarse y revelan así cuán pasajeros son sus designios. Sucedió ayer con Carlos Menem: se impusieron los gurúes de la economía. Sucedió luego con Néstor Kirchner y sucede hoy con Cristina Fernández de Kirchner: se imponen quienes parasitan la memoria de los 70 para disfrazar con contenidos revolucionarios la desmesura de su ambición.
En ambos casos, la memoria del peronismo ha funcionado como una cantera de votos, votos que la nostalgia ha cedido a la mediocridad.
En materia política, la tensión entre el pensamiento y la realidad define el vector que marca el rumbo a los gobiernos. ¿Qué rumbo lleva la caterva de burócratas que intenta convencernos, con un discurso inflamado de agresividad, de que no existe otro futuro que la eternidad de sus cargos y sus caprichos?
Necesitamos forjar partidos con rumbos ideológicos que contengan en su seno tanto las definiciones obligadas como las disidencias imprescindibles. Al contrario, no necesitamos tantos personajes mediáticos cuya virtud más significativa consiste en la velocidad para acercarse al candidato del futuro.
Hoy el peronismo no es un partido político ni un rumbo ideológico. Aquella fuerza que supo ser una escuela de política y de poder se convirtió, por abuso de su nombre, en un pase libre para las ambiciones individuales. Corre así el riesgo de asumir los rasgos nefastos que imaginaron sus peores detractores.
Es imprescindible recuperar el peronismo como expresión de los humildes para superar la tragedia de nuestra sociedad fracturada. Pero no como memoria, sino como doctrina activa. Como recuerdo, no puede llegar más lejos que a sustentar cuanto liderazgo personalista y autoritario se nos ocurra votar como alternativa a la verdadera política.
No podemos permitir que los burócratas y los resentidos continúen parasitando el peronismo. Urge una síntesis superadora que eche abajo esta muralla por la cual no podemos ver el futuro que necesitan y merecen nuestros hijos. Hemos agotado la denuncia del genocidio de la dictadura y es tiempo de que aquellos cómodamente instalados en el lugar de víctimas realicen la autocrítica de sus propios errores.
Cada quien debe asumir el lugar que ocupa en la política del presente. Las ideas deben importar más que los recuerdos.
Cuando lo logremos, habrá llegado al fin el tiempo de la democracia de verdad. Podremos entonces sentirnos honrados de las virtudes de nuestra política y de sus artífices, y dejar de usar al peronismo como excusa. Convertir el pasado en riqueza es la única manera de ingresar en el futuro.