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Si las elecciones presidenciales se realizaran este mes y los únicos candidatos fueran Daniel Scioli y Sergio Massa, el intendente de Tigre derrotaría al gobernador de Buenos Aires por 50% a 30%. Los resultados surgen de una encuesta nacional que el poder conoce. Son también el producto de una virtualidad, por tres razones: para aquellos comicios faltan todavía más de dos años; Scioli y Massa no serán, por supuesto, los únicos postulantes; ni siquiera hay pistas de que vayan a competir entre ellos. Pero ese ensayo podría constituir el indicio de que algo aún indescifrable se estaría cocinando subterráneamente en la política argentina.

La sorprendente reconfiguración de la escena nacional tendría, en una primera mirada, varias explicaciones. Por empezar, el envión que habría dado a Massa su victoria en las primarias en el principal distrito electoral, enfrentando al aparato kirchnerista y a la figura inmune de Scioli. Pero estaría denunciado, además, el vacío político existente entre un ciclo, el kirchnerista, que está llamado sin remedio a concluir y otro que deberá nacer. Ese será el espacio de disputa entre las expresiones peronistas y aquellas que no lo son.

La impensada fortaleza del intendente de Tigre – que deberá revalidar con hechos– podría ser la manifestación de otro par de cosas. La fatiga del peronismo que, desde la primera línea, acompañó al gobierno de los Kirchner en la década de la poscrisis. Esa estructura pejotista es la que se propone ahora subsistir apareada a Scioli. La fotografía de la cumbre de mandatarios provinciales en Corrientes fue, en ese aspecto, transparente. Se pretendería esbozar desde el peronismo, por otra parte, una renovación dirigencial por medio de la transversalidad. La misma que supo utilizar Néstor Kirchner como mera herramienta electoral.

La novedad parece también alimentada por otro combustible. Existe un inocultable agotamiento de la experiencia kirchnerista-cristinista, cuyos síntomas se habrían multiplicado después de la derrota en las primarias.

Hay una crisis en la conducción de Cristina. Hay un resquebrajamiento, incluso, en el pequeño sistema que la entorna. Hay una repetición automática y monótona de un relato cuyas piezas ya no encajan en casi ningún rincón de la realidad.

La Cámpora, por ejemplo, se ha convertido sólo en una usina de conflictos. Se trata de la viga que apuntala a Cristina. Los camporistas, con su afán de convertir en un salón de fiestas al principal centro clandestino de secuestros y torturas de la dictadura (la ESMA), han profundizado las divisiones en las organizaciones de derechos humanos. Sobre ellas supo pivotear una de las principales políticas de la época K. El daño producido no tendría que ver sólo con el presente. Echa sombras, además, sobre la pregonada propiedad del Gobierno de la recuperación de la memoria nacional y colectiva.

Otro caso es el del pleito con la empresa aérea LAN, que se terminó derramando sobre el vínculo con Chile y, en menor escala, con Brasil. También clavó una daga en el propio cuerpo oficial cuando el titular de Aerolíneas Argentinas, el camporista Mariano Recalde, descalificó a senadores de la oposición frente a los cuales, alguna vez, tuvo que rendir cuentas. El jefe de la bancada K, Miguel Pichetto, debió pedir disculpas ante sus colegas en la sesión que dio media sanción al proyecto de la tercera reapertura del canje de la deuda. Hubo antes de eso un áspero cruce privado entre Pichetto y Recalde.

Los desencuentros de La Cámpora se extendieron también al secretario General, Oscar Parrilli, a un aliado incondicional, el gobernador Jorge Sapag, y a un mandatario K, el jujeño Eduardo Fellner. La policía neuquina recurrió a una fuerte represión contra manifestantes que protestaron por la aprobación en la Legislatura provincial del acuerdo entre YPF y la petrolera estadounidense Chevron. Los funcionarios responsabilizaron por el desborde a la derecha y a la ultraizquierda. Los camporistas refutaron la versión. La diferencia no está saldada. También cuestionaron a Fellner por una represión contra empleados estatales que reclamaban mejoras salariales.

Los camporistas han guardado silencio sobre aquel convenio con Chevron. Tampoco opinan sobre la inflación para no perjudicar al cascoteado Guillermo Moreno. Con el secretario de Comercio se cuidan porque lo saben un ladero intocable de Cristina.

Aunque se recelan mutuamente.

Ese reflejo de prudencia, en cambio, no pareció abarcar a Martín Insaurralde. El candidato K en Buenos Aires, angustiado por los malos presagios para octubre, sostuvo en campaña que los índices de inflación del INDEC no se condicen con la realidad.

La réplica fue salvaje.

Inopinadamente el poderoso jefe de la feria La Salada, Jorge Castillo, se dedicó a recordar cierto pasado turbio del candidato. Lo describió, en sus tiempos de simple funcionario municipal, como recaudador del juego clandestino en la Provincia. Castillo es kirchnerista y aliado de Moreno.

Esa ofensiva habría sido coordinada entre ambos.

Insaurralde tomó nota del precio que deberá pagar cada vez que suelte su lengua.

El único tópico del relato que parece unificar todavía al cristinismo sería el de la prevención ante una factible derrota en octubre. Cristina dio la voz de mando para agitar los fantasmas destituyentes. Habló de la existencia de un “círculo rojo”, referido al voleo por Mauricio Macri en un reportaje. La Cámpora alertó sobre una “derecha agazapada”. Juliana Di Tullio, la jefa K de diputados, definió a la oposición como “un lobo con piel de cordero”. Esa misma oposición que el cristinismo se cansa de tildar de ineficiente e inútil. El ex piquetero Luis D’Elía hasta se atrevió a fijarle fecha a la imaginaria asonada: marcó el 8N, primer aniversario de la última multitudinaria manifestación de indignados del 2012, transformada casi en prólogo del año electoral.

Sobredosis de fantasía.

Esa coincidencia discursiva del cristinismo podría estar activada, tal vez, por algún deseo inconsciente. El Gobierno se resiste a ser vencido en las urnas. Preferiría un desalojo prepotente –imposible en este curso de la historia– que le permitiera, al menos, un retiro al calor de la épica. No acepta ni comprende su declinación. No advierte los errores y parece consumirse en la impotencia.

La Presidenta transmitió esa sensación en su paso por Rusia para la reunión del G-20. Alardeó como un logro haber introducido en el documento final la nueva definición de “guaridas fiscales” en vez de los clásicos “paraísos fiscales”.

No rescató una solidaridad en su pelea con los fondos buitre que ha colocado inexplicablemente a la Argentina –por fallos adversos en Nueva York– otra vez en las orillas de un default. Casi mendigó una mediación de Barack Obama que tampoco obtuvo.

Ningún lugar le resultó cómodo a Cristina. El encuentro tuvo como eje de la agenda la gravísima crisis en Siria. El Gobierno expresó su firme rechazo a una posible invasión. Pero durante el mes que comandó el Consejo de Seguridad de la ONU, la Argentina se exhibió pasiva y sin imaginación para promover algún plan alternativo a las grandes potencias. El régimen de Bashar Al Assad es el socio principal de Irán. Fue también el país que terció en el verano para que los iraníes firmaran con la Argentina el Memorándum de Entendimiento por al atentado en la AMIA, que dejó 85 muertos. Cristina habló en aquel momento de una decisión de Estado en búsqueda de la verdad. El oficialismo aprobó ese pacto con votos propios y apretados en el Congreso. En Irán hubo cambio de gobierno y aquel Memorándum pasó al olvido. De ese modo maneja el cristinismo las relaciones internacionales.

Los modos parecen similares en todos los terrenos. La inseguridad pasó, de repente, de ser una sensación mediática a un flagelo insoportable para el cristinismo. La Presidenta anunció por tercera vez el envío de miles de gendarmes al conurbano por 45 días. El general César Milani, jefe del Ejército propuso, para compensar, el desplazamiento de 6 mil militares a las fronteras. Scioli convocó a policías retirados para combatir el delito.

El gobernador hizo, además, una concesión que el cristinismo le exigía. Desdobló un ministerio clave: dejó en Justicia a Ricardo Casal, su amigo, y entregó Seguridad a Alejandro Granados, un viejo y mañero barón del conurbano.

El intendente de Ezeiza –cuya hermana diputada fugó hacia el massismo– se atavió en horas como experto en seguridad. Sus antecedentes conocidos son: la obsesión contra los delincuentes en su municipio; su autorización legal para portar armas; un asalto en su residencia en 1999 que repelió a balazos. Y que lo indujo a brindar un consejo a sus vecinos: “En cada casa debe haber un arma”, aseguró.

Cristina parece haber echado por la borda el declamado garantismo acuciada por la falta de votos en Buenos Aires. Casal estaba mucho más cerca del pensamiento de Raúl Zaffaroni de lo que estaría Granados. Aldo Rico podría sentirse ahora reivindicado. Poco importa. La Presidenta había dicho en el 2011 que la baja en la edad de imputabilidad a menores (de 16 a 14) “no es una política de seguridad”. Lo acaba de proponer Insaurralde. La noche en que perdió las primarias, objetó a Massa por combatir la inseguridad “con las camaritas”. Granados anunció que inundará de cámaras la Provincia.

No serían sólo cambios y contramarchas. Sería, sobre todo, desesperación.