El domingo anterior, en una entrevista en Clarín, Roberto Lavagna se refirió a las dificultades crecientes de la economía. Y dijo: “Este es el caso de una derrota autoinfligida por incapacidad (...) Es un caso de libro de un país que no sabe manejar una situación de bonanza”.
El último jueves, en TN, Miguel Peirano sostuvo que los problemas de la economía pueden resolverse sin necesidad de un ajuste tradicional. Pero insistió en señalar que hay “impericia técnica” de los funcionarios y “falta de sentido común” en muchas medidas, que anuncian su fracaso aún antes de ser puestas en práctica.
Roberto Lavagna y Miguel Peirano tienen al menos dos cosas en común: los dos fueron ministros de Economía de Néstor Kirchner y los dos se sumaron ahora al Frente Renovador que lidera Sergio Massa.
Lavagna fue una de las joyas de la herencia que Eduardo Duhalde le dejó a Kirchner. Cuando lo hicieron irse, después de dos años y medio, lo sucedió Felisa Miceli, hoy condenada por corrupción. Peirano llegó cuando se fue Miceli. Como no le gustaba el rumbo que estaba tomando la economía, con Guillermo Moreno como guapo con patente para meterse en todas partes, hacer y sobre todo deshacer, declinó la posibilidad de seguir con Cristina.
De ese modo, el primer ministro de Economía de la Presidenta fue Martín Lousteau, que hoy también es opositor: está en UNEN y va como candidato a diputado por la lista que encabeza Lilita Carrió en Capital. Lousteau duró casi nada como ministro, cuatro meses apenas, hasta que le dieron salida en plena guerra con el campo por las retenciones. Esa es otra historia, o no tanto.
Hoy estamos en este punto. Después de diez años signados por el crecimiento de la producción, del salario y del consumo, años en los que las cajas del Estado estuvieron desbordadas por una recaudación sin antecedentes, la mala praxis sistemática y la ignorancia del mundo real, pobremente disfrazada de discurso ideologizado, llevaron a la economía a un cuello de botella que debe empezar a resolverse sin demora, antes de que se transforme en algo realmente grave.
Inflación sin freno, reaparición de problemas con el empleo, inversiones irrelevantes, crisis en la energía y en el transporte, gasto público desaforado son ingredientes de un cóctel corrosivo que empeoró más por la acumulación de errores políticos, de arbitrariedades y atropellos.
El resultado es un Gobierno en claro retroceso, que pierde casi la mitad de sus votos en los últimos dos años y que, después de la derrota en las elecciones primarias de agosto, se expone ahora a una paliza importante en las legislativas de octubre.
El kirchnerismo llevó a valores extremos el uso del Estado como gran herramienta de construcción de poder. Por eso parece increíble, además, que pierda el control político en una sociedad en la que, como mostró semanas atrás una investigación del diario La Nación, casi la mitad de la población adulta recibe ingresos del Estado.
Según ese informe, más de 13 millones de personas cobran dinero de empleos públicos nacionales, provinciales o municipales, de jubilaciones o de planes sociales.
También allí hay una impericia fenomenal, política en este caso, y ya no económica como la que mencionaban Lavagna o Peirano.
Ahora, con el cachetazo inesperado de las elecciones primarias y el pánico frente a las legislativas de octubre, viene la sobrecarga de maquillaje.
Se admite que la inflación no es la que dibuja el INDEC. Se acepta que la inseguridad no es una sensación inventada por fantasmales enemigos de la Patria. Se propone bajar la edad de imputabilidad porque es abrumadora la cantidad de menores involucrados en delitos violentos. Se cambia un ministro. Se anuncia la movilización de gendarmes, eso sí, sólo hasta las elecciones.
Es tan grande el desconcierto, tan notoria la contradicción con los que parecían pilares inmutables del relato, que ahora el interrogante sobre cómo se transitarán los dos años por venir alcanza una dimensión que hasta mete un poco de miedo.
La facilidad con la que la Presidenta y algunos de sus lenguaraces más brutales agitan la idea de una supuesta conjura destituyente solamente revela impotencia, y en la impotencia, desesperación. No parece un buen principio para ese camino, que será inevitable.