Siempre están latentes las acusaciones de ilícitos, y de hecho las hay, pero no alcanzan la trascendencia que tuvieron hace unos meses. Si se analizan, por otra parte, las razones de voto en las recientes primarias, se observa un conjunto de factores entre los que la corrupción ocupa un lugar más modesto que otros motivos.
Al estudiar la percepción del fenómeno a través de los sondeos, se llega a conclusiones reveladoras. La primera es que, comparada con otras preocupaciones públicas, la corrupción se mantiene relativamente estable en los últimos años sin alcanzar la importancia de otras cuestiones. Según datos de Poliarquía, en 2006, un año antes del inicio de la presidencia de Cristina Kirchner, la población argentina estaba básicamente preocupada por la inseguridad y la desocupación, que insumían el 50% de las menciones. En ese momento, la corrupción inquietaba al 5% de los argentinos y la inflación, sólo al 1%.
Siete años después, el ranking de problemas sufrió cambios significativos, pero la corrupción apenas sobresale. Acaso el dato más espectacular es que la intranquilidad por el desempleo, que era mencionada por el 25% de los encuestados en 2006, se derrumbó ahora al 7%. Ese logro se ve compensado por el incremento de la mención de dos problemas que se encuentran entre las principales razones de la derrota electoral del oficialismo: la inseguridad, que pasó del 25 al 34%, y la inflación, que se multiplicó exponencialmente: de 1 trepó a 13%. En ese contexto oscilante, la referencia a la corrupción aumentó, aunque sin destacarse: era mencionada en 2006 por el 5%, ahora alcanza el 8%, habiendo perdido 5 puntos desde la cima de las denuncias, en mayo.
Tal vez una evidencia resulte crucial para entender el modo en que funciona la percepción de corrupción. Se trata de la correlación entre cómo se aprecia la evolución de los ilícitos y el consumo. Los datos son consistentes: cuando desciende la confianza del consumidor, la población tiende a creer que la corrupción se agudiza. Al contrario, cuando se afianza la convicción en el consumo, la corrupción pasa a segundo plano. Así, durante el período recesivo de 2008 y 2009, más del 60% de la población pensaba que la corrupción estaba empeorando. Al cabo de dos años de recuperación económica, a fines de 2011, esa percepción había caído al 45%.
Otras investigaciones confirman estos comportamientos. Y permiten perfilar una hipótesis: la economía tiene que resquebrajarse para que, aun en pequeñas dosis, la corrupción penetre en la conciencia de los argentinos. En este sentido, pareciera regir una suerte de contrato implícito del pueblo con sus dirigentes, que, metafóricamente, dice así: si nos dan trabajo y consumo, toleraremos sus negocios sucios, pero si cesan los beneficios prestaremos oídos a quienes los denuncian. A menor educación se palpa mejor este trueque. Rige una lógica más afín al patrimonialismo que a la democracia capitalista. Según esa visión, al líder político se le reconocen prerrogativas, como a un señor, se le toleran trasgresiones siempre y cuando asegure protección y un módico progreso. En otros términos: se sacrifica la dimensión moral por la eficacia, dando por sentada la asimetría entre el poder político y el pueblo. Roban, pero hacen.
El testimonio de un joven padre de familia santacruceño con educación primaria parece corroborar esta impresión. Luego de elogiar con nostalgia a Néstor Kirchner me respondió, cuando le pregunté si no le preocupaban las denuncias que pesan sobre el ex presidente: "Sabe qué pasa, Néstor hizo muchas obras, él se quedaba con el 50%, pero el otro 50 se lo daba a la gente". Ante mi comentario acerca de si eso no era desproporcionado, remató: "Otros políticos le dan el 20% a la gente y se quedan con el 80".
Es probable que la corrupción no preocupe genuinamente a los argentinos. Lo que quizá los afecte es el rompimiento de un acuerdo implícito sobre equivalencias económicas, no sobre reglas institucionales de convivencia política. En ese marco, recrudecen sentimientos primarios antes que demandas ciudadanas: la desprotección, el resentimiento, la percepción de que los poderosos están en la suya, desentendiéndose de los sufrimientos populares. La inflación y la inseguridad, dos flagelos cotidianos que se refuerzan, juegan aquí un papel clave para explicar por qué el Gobierno sufre una decisiva pérdida de votos, aun en los sectores sociales que pretendió proteger.
En el último tramo de la campaña se discuten magnitudes en lugar de visiones políticas. Más cámaras contra el delito, menos impuestos; más salario, menos inflación; más policías en la calle, menos delincuentes. Suma y resta, ecuaciones, álgebra. Los problemas sustantivos quedan menoscabados. Pareciera que para ganar la elección es preciso restablecer el contrato espurio, no las instituciones.