Se puede luchar contra ellos y hasta doblegarlos racional y emocionalmente, pero no desaparecen con la rapidez que las distintas circunstancias exigen. Eso lo saben muy bien los teóricos extremistas del racismo y los regímenes totalitarios; y las naciones tradicionalmente fragmentadas, como lo fue Yugoslavia, habitada por serbios, eslavos, croatas católicos y multitudes musulmanas. En el mundo árabe, en estos días, los distintos grupos religiosos sectarios están enfrentados como si pertenecieran a mundos diametralmente opuestos. El odio no les permite comprobar que entre ellos no hay diferencias y la condición de enemigos extremos los puede aniquilar a todos.

La organización nazi, cuyas filas crecieron a lo largo de la década del veinte al calor de la depresión que azotó a la República de Weimar, estaba necesitada de una parafernalia ideológica para sustentar la persecución de los judíos, de los homosexuales y de los opositores políticos, todos "seres inferiores". A los judíos se los calificaba con distintos criterios. Eran ratas o gusanos; por momentos eran plaga o sinónimo de pestes o serpientes venenosas.

Por lo tanto, era decisivo para el pueblo "aplastarlos", acabar con ellos, arrinconarlos. Estas categorizaciones las usaron también los bolcheviques contra sus enemigos, los japoneses imperiales contra los otros habitantes del Asia, y las repitieron una y mil veces los jefes del régimen castrista contra sus oponentes.

Lenin y Stalin castigaron a sus enemigos, en la guerra civil y después en las purgas, con un verbo despreciativo, asemejándolos a inmundicias. Muchos caciques latinoamericanos usaron esta terminología de igual manera. Fue famoso, al respecto, el finado presidente Chávez; y lo mismo puede decirse de Rafael Correa y Daniel Ortega, presidentes de Ecuador y Nicaragua, respectivamente. El enemigo no merece existir, todo lo que hace es abominable.

Néstor Kirchner no apeló a animales o plagas como muestra de desprecio y deshumanización, pero sí estigmatizó a los líderes del campo, en aquella lucha por las retenciones en 2008, comparándolos con los "grupos de tareas" de la dictadura militar. Fue el suyo un discurso fuera de un cauce racional. Quiso humillar, pero su argumento lo afectó políticamente. Nunca se arrepintió.

El antisemitismo estaba extendido en Europa desde antes de la llegada del nazismo, pero ese viejo prejuicio no bastaba para expulsar a las víctimas del país y del territorio. El antisemitismo, per se, visto desde el presente, no termina de explicar la Shoá, el exterminio definitivo, una decisión que llegó cuando Alemania ya llevaba dos años sumergida con todo en la Segunda Guerra Mundial. Se necesitaron otras consignas, otros elementos.

Las teorías sobre las necesidades alemanas de extenderse hacia el Este para obtener los alimentos que necesitaba y otros insumos indispensables que ensancharan las bases industriales del país existían desde el siglo XIX. Por eso se blindaron con el mejor armamento. Los nazis requerían dotar de supuestos "contenidos científicos" a sus argumentos antisemitas para trazar una revalorización del pueblo germano, "víctima de una traición", que no terminaba de resignarse a la derrota de la Primera Guerra . Había que dar sentido a una "raza", la llamada "aria", "superior" a cualquier otra existente. Los alemanes eran sus principales representantes, así como los habitantes del Báltico, pero éstos venían después.

Empecinado, Heinrich Himmler, jefe de las tropas especiales SS, dotó de personal e importantes recursos a una elitista Sociedad de Investigación y Educación, la Ahnenerbe, en 1935. Wolfram Sievers, su director, sería juzgado en los tribunales de Nuremberg como criminal de guerra y condenado a la horca. La Ahnenerbe debía funcionar como un núcleo de pensamiento de elite, brillantes jóvenes que someterían a la ciencia tradicional a una limpieza profunda, a fondo. Congregó a científicos de distintas formaciones que se prestaron a la falsedad de encontrar las raíces de la raza "aria", de la "sangre aria pura". Antropólogos, etnólogos, biólogos, musicólogos, filólogos, zoólogos, genetistas, médicos, historiadores emprendieron expediciones costosísimas a España, al Tíbet, a Finlandia, al Himalaya, a las turberas del norte de Europa, en busca de los primeros indicios. Era allí donde, consideraban, encontrarían a los "arios".

Del mismo modo sirvieron de espías de la Gestapo. Intentaron excavar en las islas Canarias para encontrar a "los ancestros" y consideraban esa geografía la más cercana a la hundida civilización de la Atlántida. También realizaron experimentos con prisioneros muertos o vivos de los campos de concentración. Expusieron sobre misterios antiguos, leyendas medioevales y los mitos aldeanos, realizaron películas, escribieron libros. Todo bajo un manto enigmático, alegórico, oculto, de improbable comprobación.

Bastante antes del actual resurgimiento de grupos filonazis en Europa, a caballo de la crisis económica y financiera, la ciencia dio por superadas las investigaciones locas de la Ahnenerbe, que no aportaron ninguna conclusión seria ni respetable. Sin embargo, siguen influyendo, y su sombra contribuye a agigantar un clima de tensión, crispación e intolerancia venenosa en el planeta.