Sucede que el carácter y el discurso de Cristina Kirchner, la figura que dejará el poder, es quizás el síntoma de una generación que marcó, de un modo u otro, nuestra historia política en las últimas décadas. Por eso, tal vez, el crepúsculo de la Presidenta suscite una reflexión más amplia sobre el devenir político y la vida privada de los argentinos en ese lapso.
Cuando se alude a la idea de generación, la referencia inevitable es Ortega. Como se sabe, el español atribuyó a los miembros de una generación ciertos rasgos típicos que los diferencian decisivamente de las anteriores. Para el filósofo, una generación no se agota en sus representantes más conocidos, sino que "tiene su minoría selecta y su muchedumbre", y sus integrantes pueden adquirir puntos de vista muy distintos que los lleven a enfrentarse como antagonistas. Sin embargo, dirá Ortega, con prosa inconfundible, "bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre fácilmente la mirada una común filigrana". Se trata de hombres de su tiempo que a fuerza de diferenciarse se parecen más todavía.
Pero antes que a la filosofía o la sociología, las generaciones pertenecen a la experiencia común que expresa el devenir de las familias. La sucesión de abuelo, padre, hijo, nieto es la secuencia en la que se tejen las más sublimes y terribles historias. La herencia, el mandato, la maldición son adjetivos que se aplican a las sagas familiares y que marcan, bajo la forma de carga opresiva o confianza filial, la vida de los individuos. La literatura y el cine han mostrado a su vez, con la fuerza de las metáforas, la influencia de las épocas y sus dramas en la vida de las generaciones familiares. Novelas como Los Buddenbrook, de Thomas Mann, y La marcha Radetzky, de Joseph Roth, o películas como Sunshine, de István Szabó, son conmovedoras expresiones de este fenómeno. Introducirse en ellas eriza la piel: reflejan el cruce dramático de las historias pública e íntima, que condiciona nuestros logros y fracasos como personas privadas y ciudadanos.
Sugiero ubicar el fin de ciclo de Cristina en este marco, porque su tiempo agitó la vida pública y privada. No se trata, en rigor, de su persona, sino de los rasgos de una época que acaso esté llegando a su fin. Convencidos idealistas o impostores, los Kirchner contribuyeron a restaurar mitos y símbolos de los 70, reivindicando la rebelión contra la concepción política y económica de las dictaduras militares.
Esta restauración significó revitalizar las premisas de la generación del 70. No se trató de nada nuevo: su modelo proviene de las religiones de salvación y de su heredero secularizado, el racionalismo revolucionario. Consiste en creer, en primer lugar, que se puede poseer la única verdad; en segundo lugar, que esa verdad ordena los hechos y les otorga sentido; en tercer lugar, que debe combatirse sin cuartel a los que piensan distinto porque representan el error o el mal.
Una operación complementaria caracterizó la restauración kirchnerista: la manipulación de la memoria. Reivindicar una parte de la historia significó invalidar la otra. Afirmar ciertas voces como verdaderas convirtió las alternativas en disidentes. Y provocó una respuesta especular que parece darle la razón a Ortega: dentro de una misma generación los diferentes son, en realidad, muy parecidos. Así, a las apologías del montonerismo se les opusieron amenazantes "huevos de la serpiente", con reivindicaciones de Videla y la dictadura militar.
Pero el presente nunca reproduce el pasado. Como se ha señalado, parafraseando a Marx, la tragedia puede regresar como farsa. Si eso les sucedió al kirchnerismo y su década, debe agregarse, para ser justos, que también tuvo lugar un amplio debate, plasmado en libros y artículos, sobre la época en que las cuestiones políticas se dirimían a tiros. Con honestidad intelectual, y diversos grados de lucidez, se buscaron explicaciones, se asumieron culpas, se propusieron caminos de superación. La izquierda fue ejemplar en esto, basta con ver sus testimonios; la derecha aún está en falta. Esa amplia bibliografía es, en cierta forma, la elaboración de un duelo y la conclusión de una época.
Tengo la impresión de que la generación del 70 prepara las valijas. Empieza a despedirse con Cristina y sus detractores. Las luchas y preocupaciones de su época ya no son las de este tiempo. El afán de salvación, el sectarismo, la violencia, un modo de concebir los ideales perdieron centralidad. Asoman nuevos liderazgos y se enfrentan otros problemas. La tecnología domina la escena, la imagen supera al concepto; el éxito se desembarazó del mérito, la política erradicó la muerte.
Pronto la memoria de los 70 se convertirá en historia. Esperemos que a los contemporáneos les sirva su legado. Porque, como creía Ortega, cada generación enfrenta un doble trabajo: recibir lo vivido y dejar fluir su propia espontaneidad.