El mandato de la presidente epilogará el 11 de diciembre del año 2015 y, junto a la mujer del santacruceño, ésa será también la fecha de defunción del kirchnerismo como facción dominante dentro del movimiento justicialista. Decirlo así, con tanta certeza, parecería un exabrupto o podría considerarse una simple expresión de deseo, si no fuera por el hecho de que, sin re-re y sin un delfín, a lo máximo que podrán aspirar los saldos y retazos del kirchnerismo, después de esa fecha, será a formar parte de la nueva clase dirigente. Ya le pasó antes al menemismo sin que se acabara el mundo. Otro tanto sucederá dentro de dos años, según indicaron los analistas políticos Massot y Monteverde en su informe semanal.

Por supuesto el que peor parado ha quedado es el Frente Para la Victoria. No tanto por los resultados que obtuvo, sino por las perspectivas ominosas que se recortan en el horizonte de octubre. El grueso de sus integrantes viene del peronismo y sabe cuánto cuesta una derrota si lo que está en juego es la sucesión presidencial. Los K no se llaman a engaño sobre el particular, más allá de las sonrisas forzadas y las frases triunfalistas que se hicieron notar el domingo cuando le tocó hablar a Cristina Fernández. Su discurso no fue el de una autista o la de una soberbia, incapaz de admitir el fenomenal revés electoral. Si acaso esa noche hubiera demostrado debilidad, al día siguiente el éxodo que ya había empezado en pos de las tiendas del intendente de Tigre se habría convertido en estampida.

Por encerrada que esté en su mundo de fantasía y por mucho que no quiera escuchar, la presidente son conscientes de que el espacio para perpetuarse en Balcarce 50 después de 2015 ya no existe. En consecuencia, carecen de la fuerza para ir por todo. No piensan rendirse así nomás ni hablan de arriar sus banderas, replegándose a cuarteles de invierno, porque no está en su naturaleza. Van a dar pelea y el objetivo que persiguen es asegurar la gobernabilidad. La condición para llegar a 2015 con un peronismo que descuenta el final de un ciclo, es conservar bien aceitados los resortes del poder. ¿Para qué? Básicamente con el propósito de negociar, desde una posición lo más sólida posible, su retirada y la impunidad que obsesiona a más de uno por razones enteramente lógicas.

Las PASO obrarán seguramente un efecto que nada tiene que ver con el fin para el cual se las instrumentó. Lo que han permitido ver es la relación de fuerzas anterior a la elección verdadera, la de octubre. Así, pues, casi podría asegurarse que Martín Insaurralde no cosechará más votos que los del pasado día 11 y que Francisco De Narváez, si no se bajase a tiempo deberá contemplar impotente cómo su escaso peso electoral se licua de la noche a la mañana. El porcentaje obtenido por el FPV en la provincia de Buenos Aires es el techo del kirchnerismo. En cambio, el obtenido por Sergio Massa resulta su piso.

En la hipótesis más benigna, en octubre deberá sobrellevar una derrota terminante si acaso la diferencia entre el candidato oficialista y el del Frente Renovador no se incrementase respecto de la del domingo pasado. Pero si, como el caso lo hace prever, esa diferencia se duplicase, entonces el kirchnerismo se enfrentaría a una catástrofe de consecuencias difíciles de medir con exactitud a esta altura.

Es conveniente poner en claro que todos los pronósticos, análisis prospectivos y pálpitos respecto de cuántos representantes perdería el oficialismo en octubre, son prematuros por dos razones elementales: de un lado, las elecciones todavía no se han substanciado; del otro, habrá que ver qué grado de lealtad acreditan los hombres del FPV. Es difícil pensar que haya en el peronismo una voluntad férrea de cerrar filas en torno de la Casa Rosada después de semejante derrota. Hasta aquí la hubo, no por convicción sino por temor y conveniencia.