La principal fue dar a entender que ella no está para escuchar a nadie -ni siquiera a los votantes-, sino para ser escuchada.
Un nuevo peligro sobrevuela el escenario político y económico: que, en adelante, veamos a una primera mandataria mucho más preocupada por dar contundentes señales de que conserva el poder antes que por corregir el rumbo de su gobierno para recuperar votos.
En su discurso de relanzamiento de la campaña proselitista de cara a las elecciones legislativas generales de octubre, Cristina Kirchner insistió hasta la obcecación en que los medios periodísticos son los que empañan la realidad de las urnas.
"Nunca les mentí", se cansó de repetir la Presidenta en las últimas horas. No hizo más que darles de comer a los publicistas de los candidatos de la oposición, que podrían recordar su historia como "abogada exitosa", los anuncios del tren bala y de los 20.000 millones de dólares de inversiones chinas, la inflación de un dígito y la pobreza del 6% de que nos habla el Indec, y el milagro de que, según ese organismo, se puede comer con seis pesos por día.
Pero el dato que dio cuenta de que la jefa del Estado perdió la brújula hacia el 27 de octubre estuvo dado por su insólita muestra de desprecio hacia quienes no la votaron y su opción por las corporaciones a las que tanto criticó en anteriores discursos, en desmedro de los legisladores nacionales, a quienes les negó estatura de representantes del pueblo. Fue cuando se pronunció en favor de "discutir con los titulares de los verdaderos intereses económicos y no con los suplentes que ponen en las listas". Su discurso "democratizador" quedó pulverizado por su propia confesión: ahora dijo que prefiere hablar con banqueros, sindicalistas e industriales antes que con los representantes políticos. Reveló así que la única voluntad popular que cuenta es la de quienes votan por el kirchnerismo; la voluntad de las restantes tres cuartas partes de los votantes no existe en la concepción cristinista de la democracia.
Las premisas del relato oficial ya estaban resueltas desde hacía rato para la eventualidad de la derrota electoral: la culpa de la inseguridad es de los jueces, la responsabilidad de la inflación la tienen los empresarios que remarcan precios y, dentro de poco, el exclusivo culpable de la debacle en la provincia de Buenos Aires no será otro que el gobernador Daniel Scioli.
No es lo que piensan algunos gobernadores provinciales e intendentes bonaerenses que hasta ahora acompañaron al cristinismo. Muchos de ellos están preguntándose qué tienen que ver ellos con las facturas que la ciudadanía le está cobrando a una presidenta en cuyo estilo personal explican los más graves problemas de gestión.
Evitar la diáspora, empezando por la de los caudillos territoriales y terminando por la de los caciques sindicales, será uno de los mayores desafíos políticos de Cristina Kirchner. Es difícil responder cómo la evitará. Puede presuponerse que intentará hacerlo a los gritos o a fuerza de dinero tomado del Banco Central y de la Anses, como de costumbre. Lo dramático para el cristinismo es que el proyecto reeleccionista ha muerto y con él, la dinámica de un movimiento populista cuyo líder no tiene más opciones que sucederse a sí mismo. Con su líder sin futuro y con la emergencia de una alternativa dentro del PJ como la que encarna Sergio Massa, ¿dejarán los caudillos territoriales del peronismo que Cristina siga piloteando sola el auto con el que deberán correr en 2015?.