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Se escucharon y se leyeron muchas críticas sobre la campaña para las elecciones primarias de hoy. Que faltó creatividad, que no hubo sorpresas ni acciones de alto impacto, que no se logró quebrar la apatía del público o el desconocimiento acerca de qué diablos se está votando.

Es verdad que algunos avisos televisivos tuvieron una lógica y una factura que ya eran antiguas en tiempos de Perón y Balbín, Dios los tenga en la Gloria. Es verdad además que aparecían mezcladas las ofertas del interior, de Capital y de Provincia en un menjunje de difícil digestión. Y que algunos candidatos despertaron una sonrisa piadosa, otros un poquito de vergüenza ajena, y hubo quienes metieron miedo por lo que propusieron y cómo lo propusieron.

Pero tampoco habría que ser injustos, y olvidar que en esta campaña media docena de entusiastas militantes trotskistas se pusieron en pelotas en Plaza de Mayo, frente a la AFIP, para protestar por el impuesto a las Ganancias. Fue el 30 de julio, como parte de la campaña del candidato de Nueva Izquierda, Alejandro Bodart.

“El impuesto al salario desnuda la inequidad fiscal” explicó Bodart con gestito de idea. Podrá tener más o menos suerte en las urnas, pero al menos consiguió sacar la cabeza y hacerse ver en el tumulto.

Un reconocimiento también merece el paso de comedia que intentaron jugar Victoria Donda y Ricardo Gil Lavedra, tan distintos ellos, candidatos en la interna de UNEN. El nudo del libreto era que la llamativa legisladora aconsejaba a su muy compuesto compañero radical sobre cómo aligerar su discurso y hacerlo más llano, menos abogadil. No importa tanto cómo les salió, sino que pudieron recortarse entre la masa de avisos adocenados.

Hubo otros ramalazos de ingenio, que asomaron en la televisión o Internet. Pero otra vez los mejores avisos fueron los del Gobierno. Tienen muchísima más plata que todos los demás juntos, es cierto. Pero la saben usar, al menos en este menester.

Lindas imágenes, linda música, un toque de emoción y otro de epopeya. Y un notorio esfuerzo por esconder los retos, condenas y reproches habituales y desparramar la buena onda que había quedado prolijamente archivada después de la soberbia campaña de reelección de Cristina en 2011.

¿Más de lo mismo? También hubo un poco de eso. Y por ahí parte del público se cansó de comer siempre la misma galletita.

Si además se cuenta la larga lista –y en constante ampliación– de los que ya no se bancan seguir viendo a la Presidenta hasta en la sopa, por ahí tenemos que la propaganda salió buena pero el efecto electoral no es el mismo. Se verá en pocas horas.

Es habitual que cuando una fórmula funciona se la repita esperando encontrar el mismo éxito una y otra vez. Entonces no les reclamen a los publicistas de la Casa Rosada. ¿Por qué iban a cambiar si antes les salió bien?

El afán central del Gobierno fue recrear el clima de la exitosa campaña de 2011. Pero aquella vez la clave no fue la propaganda sino la extraordinaria actuación de nuestra presidenta en el papel de Cristina La Buena, la que por largos meses no se peleó con nadie y repartió ondas de amor y paz. Por eso buscaron un candidato pasteurizado, que pudiera disimular lo mejor posible esa simpática costumbre oficialista de patearle los tobillos, y de allí para arriba todo lo que se pueda, a los que piensan diferente.

Dentro de lo que tenían a mano encontraron al hombre adecuado para esa misión: Martín Insaurralde es lo menos parecido a la concepción y los modales del cristinismo duro, esa facción intensa encaramada y aferrada al poder durante este segundo mandato de la Presidenta.

Se les escapó la tortuga con la foto de asalto que Cristina le hizo sacar a Insaurralde con el Papa en Brasil, transformada rápidamente en bochornoso afiche de campaña. Salvo eso, hicieron bastante buena letra.

El truco es sencillo y por ahí hasta funciona. Educadito, tolerante, capaz de admitir que hay cosas como la inseguridad que no están andando bien, Insaurralde es más parecido a su empinado rival Sergio Massa que a notorios integrantes de su propia lista, como los buenos de Diana Conti, Carlos Kunkel y varios más de ese linaje.

Esos cristinistas acérrimos fueron cuidadosamente acallados y escondidos durante la campaña. Pero están ahí, esperando que Insaurralde les vuelva a abrir la puerta del Congreso.