El pontífice que explicó en Río de Janeiro gran parte de las innovadoras políticas que tendrá su gestión al frente de la Iglesia es exactamente igual que el cardenal Jorge Mario Bergoglio. Quienes lo hemos escuchado con frecuencia podemos dar fe de que hay un solo Bergoglio, papa o cardenal. La única novedad consiste en que ahora es papa y no cardenal. Es el máximo líder de la Iglesia quien expone y ejecuta esas políticas. La diferencia no es menor: el Papa expande sus ideas por el mundo y las hace realidad, mientras un cardenal sólo opina o, en el mejor de los casos, aplica sus puntos de vista en la acotada geografía de su diócesis.

El papa Francisco se mueve en el centro de tres círculos muy definidos. El primero, que es también su prioridad, son los asuntos imperdonables, los conflictos que se propone resolver para restituirle a la Iglesia su plena autoridad moral. Por ejemplo, la corrupción de la curia romana y la pedofilia de muchos religiosos. Hay otras prácticas que detesta (la insensibilidad social o la arrogancia política, por ejemplo), pero no tienen la importancia de aquellas dos en el corpus de su pensamiento.

Las prácticas inmorales de una parte de la curia romana no son una novedad para un papa que llegó del confín del mundo. Las conocía antes de viajar a Roma para participar del cónclave que lo convertiría en pontífice. Conocía los nombres de algunos cardenales y obispos que se habían dejado llevar por la tentación del dinero fácil y sabía hasta cómo lo hacían. Honesto sin fisuras, Francisco ya ha dicho que la corrupción no tiene perdón. Fue una de sus primeras definiciones como papa. Pero ¿cuántas veces había dicho lo mismo como arzobispo de Buenos Aires? ¿A cuántos jerarcas políticos, de diversos signos políticos, ofendió con esas palabras? Lo dijo muchas veces y ofendió a muchos que debían colocarse ese sayo.

El segundo círculo constituye casi una obsesión del papa Bergoglio: abrir la Iglesia, convertirla en más dialogante que dogmática, llevarla cerca de los sectores más desfavorecidos de la sociedad y no cerrarle las puertas a nadie. El diálogo y el perdón han sido siempre constantes en su prédica y en su acción. Sin el apoyo decidido del entonces cardenal de Buenos Aires, el Diálogo Argentino que lideró la Iglesia durante la gran crisis de principios de siglo no hubiera sucedido nunca. Había varios obispos contrarios a ese ejercicio de acercamiento entre sectores y partidos muy distintos. Temían que un fracaso afectara el prestigio de la institución católica. Pero Bergoglio inclinó la Iglesia hacia la posición de jugarse por el valor de un acuerdo imprescindible.

El perdón debe venir, para el Papa, junto con el olvido. Por eso, habría sido incoherente con su discurso si hubiera dejado traslucir un mínimo gesto de revancha o de desconsideración con Cristina Kirchner. Bergoglio fue durante quince años arzobispo de Buenos Aires, casi diez de los cuales debió convivir con el gobierno de los Kirchner. No se llevaron bien. Ni siquiera hubo jamás un encuentro a solas entre el entonces cardenal y los dos presidentes Kirchner. Pero el Papa valoró el gesto de Cristina Kirchner de viajar a su asunción, con regalos incluidos. Es la presidenta de su país y los dos son, además, jefes de Estado. Primaron el respeto y el olvido. El pasado es ya una página cerrada, aunque su Iglesia no se callará en la Argentina. De hecho, ocurre la novedad de que muchos obispos dicen sus homilías más importantes leyendo viejos párrafos de Bergoglio. Casi todos son muy críticos con el estado de las cosas nacionales.

El Papa que les ordenó en Río de Janeiro a los obispos latinoamericanos ir hacia las periferias de la sociedad y de la vida no es más que una réplica del cardenal Bergoglio. El Papa aborrece a los obispos que se mueven como príncipes de la Iglesia. Lo dijo en Río, pero ya lo había dicho en Buenos Aires. "¡Un cura no debe viajar así!", me dijo una vez, indignado, aludiendo a un obispo que viajaba en la primera clase de un avión. Es cierto que aquí lo decía un cardenal, y que aquéllos eran diálogos reservados, conversaciones personales que quedaban en la intimidad. Ahora son cosas que las expresa el Papa y las dice públicamente.

La jerarquía que lo precedió en la conducción de la Iglesia estaba mortificada por la penetración de las sectas en las villas miserias. Nunca encontró una solución, hasta que llegó Bergoglio. Fue este cardenal el que ordenó a sus curas que se metieran en las villas, que consolaran a los desposeídos y que lucharan frontalmente contra la catástrofe de la droga. De ahí surgieron el padre Pepe y muchos más curas que se instalaron definitivamente en los asentamientos de los pobres. Ahí se metió el propio Bergoglio, que oficiaba misas con frecuencia en las villas miserias. Era ya una mezcla de Francisco de Asís y de Ignacio de Loyola, el piadoso franciscano y el pragmático jesuita, que caracteriza su papado.

Nunca le gustó una Iglesia predispuesta a expulsar a sus fieles. Su posición sobre los homosexuales ya la había puesto en práctica en Buenos Aires. Su crítica fue siempre a la palabra "matrimonio", a la que considera propia de la religión, pero no objetó la "unión civil" entre parejas del mismo sexo. "Los problemas de la sociedad debe resolverlos el gobierno de la sociedad", lo escuché decir luego de que el Congreso aprobó el matrimonio igualitario, aunque él seguía promoviendo el término "unión civil". El propio Mauricio Macri suele recordar que él no tuvo ningún problema con Bergoglio cuando el jefe del gobierno decidió no apelar la primera decisión judicial que autorizó la unión civil entre personas del mismo sexo.

Siempre hizo una distinción muy clara entre el pecado y el delito. No dudó en perdonar al obispo de Merlo, Fernando Bargalló, cuando se enteró de que había tenido una relación amorosa con una mujer de edad madura. "Todos pecamos todos los días y Dios nos perdona", dijo por aquel entonces. Político al fin, también adjudicó a una operación política la aparición de fotos de Bargalló con la mujer en cuestión. Dicen que Bargalló, retirado ahora temporalmente por decisión propia en un convento de Barcelona, recibió una llamada telefónica de Bergoglio para saludarlo luego de que éste fue elegido papa.

Tampoco le gustó nunca que la Iglesia les cerrara las puertas a los divorciados. Su Iglesia está para contener y no para expulsar. Descartó siempre la idea de una Iglesia nostálgica de viejos esplendores, encerrada en sus verdades, indiferente a los cambios del mundo y de la sociedad. La prefiere lejos del Estado. Una de sus ideas más revolucionarios explayadas en Río de Janeiro fue la que promovió, precisamente, la laicidad del Estado. Bergoglio es el papa que llegó con más experiencia en el diálogo con las otras religiones, sobre todo con la judía y la musulmana. Sería contradictorio que siguiera pidiendo un Estado con el catolicismo como religión oficial.

El tercer círculo es el núcleo duro de la doctrina. Ni la Teología de la Liberación ni el sacerdocio de la mujer ni el celibato serán probablemente motivos de cambios durante su papado. A la Teología de la Liberación la llamó "enfermedad de juventud" en Río, y anunció que seguiría la doctrina de Juan Pablo II sobre el papel de la mujer en la Iglesia. Pero sabe que la Iglesia está en deuda con la mujer. Por eso anunció una Teología de la Mujer, que seguramente será uno de los legados de su papado.

Al papa Benedicto ya lo quería cuando estaba en Buenos Aires. "Decían que era conservador y se cargó con 500 años de historia", me dijo cuando Benedicto renunció. Ningún otro papa había renunciado en los últimos 500 años. Benedicto era un papa intelectual que les hablaba a los intelectuales. Francisco es un intelectual que prefiere hablarle a la gente común. Ésa es la diferencia más notable entre ellos. Lo cierto es que Benedicto le abrió a Francisco la oportunidad de llegar al Vaticano, cuando éste creía que su oportunidad ya había pasado. Fue el primer paso de un monumental cambio. La Iglesia será después de Bergoglio más limpia y menos cerrada, más honesta y menos elitista.