El comentario surge de la observación de la campaña electoral: en la conformación de los frentes y las alianzas, la determinación de los principales candidatos y la elaboración de las listas, los intendentes han tenido un rol central. De hecho, el comicio en la provincia de Buenos Aires, el principal distrito electoral, se dirimirá entre dos intendentes del conurbano. Pero el fenómeno es mucho más extendido: los jefes municipales son buscados por los líderes nacionales y provinciales de todo el país para dar relieve y poder territorial a la oferta política. La administración local alcanza así resonancia más allá de su frontera, constituyéndose en un resorte crucial del éxito político.
Los intendentes que protagonizan este suceso poseen algunos rasgos comunes. Tienen excelente imagen pública en sus municipios, ganan las elecciones por cifras siderales, previenen la inseguridad con tecnología moderna, administran con relativa sobriedad el presupuesto, evitan los escándalos y frecuentan las herramientas del marketing político. Representan una nueva generación, a la vez eficaz y mediática, acaso más renovada en el estilo que en los métodos. La distancia que separa a Othacehé o Ishii de Massa e Insaurralde da cuenta de esta transformación.
Sin desmerecer el talento de los intendentes y su dedicación a la tarea, deben buscarse razones más generales para explicar su éxito. A grandes rasgos, la expansión económica de la última década tuvo repercusión favorable en las administraciones locales, que mejoraron sustancialmente la capacidad de recaudar y los presupuestos a valores constantes. Además, los intendentes, particularmente los del conurbano, asumieron progresivamente temas críticos, de enorme repercusión para los vecinos, como inseguridad, infraestructura escolar y prestaciones complementarias de salud. De algún modo se convirtieron en "bomberos del sistema", como explica el experto en desarrollo local Fabio Quetglas.
En cierta forma, los intendentes exitosos, en su mayoría peronistas, representan el triunfo de la gestión local sobre la visión macro de la política nacional. Es la victoria, de reminiscencia saintsimoniana, del administrador sobre el ideólogo, del trabajador material sobre el especulador abstracto. Sin embargo, este fenómeno encierra una cruel paradoja para el kirchnerismo. Sus descendientes son antes un producto de la caja que del relato. Massa e Insaurralde, hoy enfrentados por la contingencia, administran recursos y los aplican con pragmatismo a nivel local, desentendiéndose, por ahora, del destino nebuloso y épico del modelo. Al cabo de la "década ganada", cambiaron los protagonistas. El hacedor sucede al redentor.
Cuando Ernesto Laclau formuló su teoría del populismo radicalizado, supuso otras condiciones. Es interesante rescatarlo porque para elaborar el concepto empieza por una escena local, en una situación de crisis. Afirma que cuando demandas sociales diferentes no son resueltas individualmente por un gobierno, pueden convertirse en demandas equivalentes, organizadas y explicadas bajo un rótulo común. Si los ciudadanos piden cloacas y se las instalan, si solicitan prevención de la inseguridad y la obtienen, si necesitan mejores edificios escolares y éstos son reparados, hablaríamos, con Laclau, de peticiones democráticas satisfechas. Por el contrario, si las solicitudes no son resueltas y se acumulan, es factible estructurarlas como reclamos de un "pueblo" oprimido. El pueblo, así constituido, traza, con la ayuda de sus líderes, una frontera que lo separa de los opresores hasta alcanzar sus reivindicaciones. Ésta es la concepción de lucha política que abrazó el kirchnerismo. Éstas son, en sustancia, las "peleas de burdel" de las que quiere escapar Massa.
¿Podrán los intendentes exitosos tomar el relevo de la política nacional? ¿Será eso bueno para el país? ¿Se consolidarán las "peticiones democráticas" en lugar de los "reclamos populares"? ¿El populismo radicalizado, que ya recibió un duro golpe con el papa Francisco, deberá resignarse también ante los nuevos administradores? Tal vez las respuestas dependan de la economía de las familias y del consenso político, más que de abstracciones ideológicas.
Los teóricos de la razón populista supusieron el fin de la democracia delegativa y el ocaso del Estado benefactor. Una crisis profunda que requería, como a principio de siglo, participación política y liderazgos fuertes para responder a una sociedad devastada. No rigen ahora esas condiciones en la Argentina, no sabemos si volverán. Lo cierto es que en los próximos días ciudadanos desinteresados y con problemas acotados concurrirán a votar a intendentes exitosos en una módica elección legislativa.
No es la revolución popular. Es apenas la transición de las demandas sociales, de Laclau a Massa e Insaurralde.