Detrás del frenesí de las negociaciones y de la movilización periodística a que dieron lugar quienes se lanzaron a la disputa de candidaturas para las primarias de agosto, hay una sociedad no menos convulsionada que no disimula el profundo desequilibrio institucional en el que vive. Lejos de la seguridad que reclama, impedida de encaminarse hacia el desarrollo que le asegure algún progreso, expuesta al padecimiento que le acarrea una moneda vulnerada, esa sociedad acusa el efecto desestabilizador que sobre ella tienen los enfrentamientos, cada día más agravados, entre los voceros de la república democrática y los portavoces de la democracia plebiscitaria.
No basta, pues, con remitirse a una más que evidente crispación presidencial para tratar de entender la atmósfera de tensión en que respiramos los argentinos. Debería hablarse también y con igual insistencia de una patología social. Esto siempre y cuando se quiera insistir en la riesgosa afición a extrapolar terminología psicológica en el análisis político. Acaso haya entre aquélla y ésta más afinidades de lo que se presume y, sin que ello autorice a homologarlas, tal vez valga la pena interrogarnos acerca de su eventual parentesco.
Todo indicaría que está bien asentada, en muy buena parte de nuestra sociedad, la convicción de que el delito practicado por los gobernantes resulta tolerable y hasta comprensible si conlleva algún rédito para la comunidad. Así, desplegar desde el poder acciones delictivas sería reprochable, para muchos, en un solo caso: cuando los frutos económicos de tales transgresiones se concentran, exclusivamente, en quienes integran ese poder.
¿Para qué abundar en lo que ya sabemos? Resignarse a la corrupción no significa, en nuestro caso, otra cosa que descreer de la posibilidad de que la ley reprima el delito. Implica sentenciar que la política es estructuralmente perversa y que, sin adaptarse a esa evidencia, no es posible negociar con ella la obtención de regalías.
Empezar a revertir esta arraigada convicción es, seguramente, el desafío primordial que hoy enfrenta la oposición en la Argentina. Asumirlo equivale a empeñarse en restituirle credibilidad al ejercicio de la política. Avanzar en esa dirección no significa caer en la ingenuidad de considerar que se puede terminar con el delito de una vez por todas. Implica, sí, estar persuadido de que se debe y se puede combatirlo con eficacia.
La República está en boca de todos los que aspiran a suceder a este Gobierno. El reclamo social de aquellos en quienes el hartazgo y la indignación pueden más que la incredulidad exige a los políticos no oficialistas que procedan en consonancia con lo que ese reclamo considera impostergable. Pero ¿hasta dónde la necesidad de la República y sus valores ha calado hondo en el corazón de esos dirigentes?
El peronismo ya está preparado para emprender la lucha contra sí mismo y, derrotándose, asegurar su victoria. No es un juego de palabras. Kirchneristas y justicialistas no kirchneristas se acusan recíprocamente de traidores al disputarse el monopolio de la liturgia peronista y, sobre todo, del nutrido electorado identificado con ella. En este sentido, la renovación o el cambio prometidos por unos, así como la continuidad proclamada como imprescindible por otros, no son enunciados antitéticos sino complementarios. Los retratos de Juan Perón y Eva Duarte ornamentan infaltablemente el escenario que sirve de fondo común a los pronunciamientos de sindicalistas opositores y oficialistas, así como de intendentes, gobernadores y presidentes de tendencias formalmente contrapuestas que, no obstante, se reconocen y exigen ser reconocidos, todos ellos, como justicialistas.
En la oposición no peronista, en cambio, las líneas internas han terminado encallando en la intrascendencia. Nunca llegaron a ser expresiones perdurables de un cuerpo único capaz de albergarlas. De esa irrelevancia no ha surgido sino un encono recíproco entre ellas y una fenomenal fragmentación. Las nuevas configuraciones nacidas de la implosión de las medianas o grandes agrupaciones no peronistas hicieron lugar, primeramente y casi siempre, a figuras solitarias de intención estelar. Pero luego de la catástrofe electoral de 2011, inspiraron algunas alianzas oportunas, transversales y sensatas, que prosperaron sobre todo en la centroizquierda. No son pocos, ciertamente, los que las consideran indispensables para alcanzar, numéricamente hablando, algún volumen y alguna proyección programática y electoral. Aun así, en la oposición no peronista, las reservas ideológicas siguen operando entre partidos de distinta orientación e impidiendo convergencias que, para muchos, serían más que urgentes si se aspira a fortalecerla ante el adversario común al que importa derrotar.
En el peronismo, como se sabe, las diferencias ideológicas no llegan nunca a comprometer la unidad básica. Ellas están subordinadas, siempre, a ese cuerpo mayor que es el Movimiento. El Movimiento las engloba. El Movimiento cuenta con ellas y de ellas sabe valerse para adaptarse a los cambios que piden las circunstancias y cuya correcta lectura le garantiza la preservación del poder. Superada la confrontación entre líneas internas en la lucha por la conducción hegemónica, vencedores y vencidos se encolumnan, disciplinadamente, tras el nuevo liderazgo surgido de ese enfrentamiento. Nadie ignora que es así ni nadie logra impedir que así sea.
Decía yo que entre la referida idiosincrasia presidencial y la patología social pueden reconocerse complementaciones significativas; ambas creen en lo inamovible, sea la corrupción, sea el propio poder. Así también puede advertirse una correspondencia sustantiva entre la convicción ultraoficialista que asegura que la Presidenta debe liberarse de todo obstáculo que le impide perpetuarse en el gobierno y la convicción peronista de que el Movimiento nació para eternizarse en la conducción política del país. Aquí, no obstante, terminan las afinidades entre el cristinismo y el Movimiento, por lo menos en un orden manifiesto. El peronismo opositor le está diciendo a la Presidenta, y por lo tanto al peronismo oficialista, que su tiempo está agotado como expresión del Movimiento. Que para retener el poder, el Movimiento ya no puede identificarse con sus aspiraciones personales. Que la hora, en suma, exige un cambio de cara, de discurso, de tono y de orientación en el vínculo con la sociedad. Sólo el cambio, subraya, garantiza la continuidad. Por eso, es indiscutible que el peronismo polimorfo le ha extendido su excomunión al peronismo uniforme encarnado por Cristina Fernández de Kirchner. Con esto, vuelve a hacerse evidente que dos concepciones de un mismo afán de perpetuidad van a disputarse la plaza. El peronismo opositor, remozado como se presenta, cuenta a su favor con el hartazgo sembrado por una gestión colmada de contradicciones profundas, de encubrimientos que saltan a la luz, de ineptitudes notorias en lo que hace a la necesidad de resolver problemas sustanciales que abruman al país? y con una considerable resignación social al fatalismo. Ese hartazgo y esa resignación incidirán seguramente en la mayor parte de un electorado propenso, una vez más, a ver en el peronismo la única posibilidad de liberarse del peronismo.
Mientras tanto, el curso de los días corre en perjuicio electoral del Estado autoritario, prebendario y personalista. De allí que las presiones del Gobierno sobre todos aquellos sectores, personas e instituciones que comprometen su proyecto y obstaculizan su vigencia hayan empezado a transitar sin tapujos de la burla y el desprecio por sus oponentes, sean éstos quienes fueren, hacia la amenaza verbal y de ésta a las presiones y acciones violentas.
Sencillamente, el Gobierno no puede admitir la posibilidad de la derrota. El despliegue de sus intereses y de su significación política está reñido con el sistema de alternancias en el poder por parte de diferentes fuerzas o de la misma fuerza con otra orientación que la propia. El kirchnerismo es, desde su origen, un ejercicio inflexible y despiadado del poder. Hacer de la República una gran Santa Cruz significa convertir a la Nación en un escenario definitivamente vertebrado por un poder supremo no sujeto a ningún control, que es lo mismo que decir adueñado para siempre de la ley. Convengamos, aun así, que Santa Cruz ya no parece ser lo que era.