Los más llamativos, los más espectaculares, los que llenan las primeras planas de los diarios, son en verdad los menos profundos; otros, que pasan casi desapercibidos, son en cambio decisivos. Si llamamos a la primera categoría la de los hechos ruidosos y a veces sangrientos que más nos impresionan, pero que también son, en el fondo, una monótona repetición de fallas anteriores, ¿no correspondería ubicar en ella tanto a las catástrofes que provienen de la mala gestión del Estado como las tensiones que reflejan los conflictos insolubles entre diversas jurisdicciones? Dentro del amplio capítulo de lo "ruidoso" entrarían, por supuesto, tanto el nuevo accidente del Sarmiento, esta vez en Castelar, como los choques institucionales entre un gobierno nacional que se empeña en salirse con la suya y las cortes de Justicia que cumplen con la obligación de invitarlo a entrar en razón no sólo desde la instancia suprema sino también desde las instancias inferiores aunque, naturalmente, con escasas esperanzas de convencerlo.
En estos casos aparentemente tan alejados entre ellos campea el mismo vicio del Gobierno actual: su negativa a autocriticarse. Borges dijo alguna vez del peronismo que "no es ni bueno ni malo, sino incorregible". Quizá si hoy nuestro gran escritor viviera, notaría la difícil coexistencia entre dos peronismos: el que nunca se corrige y el que ha empezado a aprender. El sabio no es el que no se equivoca sino el que, después de equivocarse, corrige su error y está dispuesto a corregirse cuantas veces sea necesario, porque la sabiduría proviene de la advertencia y la superación de nuestros errores; no de la pretensión de infalibilidad, sino de la humildad que nos hace ver que somos humanos, humus , "tierra", aunque también seamos "un junco que piensa", como nos definió Pascal: menos y más que las estrellas.
Esta observación deja intacta la cuestión fundamental: ¿por qué Cristina nunca se arrepiente, nunca se corrige? ¿Será tan soberbia como para creerse infalible? Las batallas contra los jueces están perdidas de antemano. ¿Por qué, sin embargo, las sigue librando? ¿Porque cree, sinceramente, tener razón? ¿O porque no confía sobremanera en su razón sino en su voluntad de poder porque, tenga razón o no, demostrará ser más fuerte, al fin, que sus rivales? ¿Qué importa perder cien batallas si, en la última de ellas, se gana la guerra? ¿Será ésta la convicción íntima, "volitiva" antes que "intelectual", de la Presidenta?
En el plano de los hechos que hemos llamado "ruidosos", el Gobierno sale a perder batallas, pero confía en ganar, al fin, la guerra que, desde su perspectiva, se librará en 2015 con un único objetivo: retener el poder, quizás indefinidamente. Pero hay otro plano de hechos que podríamos llamar silenciosos , que no tienen que ver con el ruido de las batallas de cada día sino con la elaboración del futuro que nos espera. Esta elaboración madura en las conversaciones entre los dirigentes, en el sentir de la gente, en el fluir de las ideas. En este plano misterioso y sutil, un Gobierno que gana en medio del ruido, quizás esté perdiendo en medio del silencio, aunque no lo note. Es en este otro plano de la guerra por el poder que debiéramos fijar nuestra atención.
Es que la lucha por el poder se desarrolla siempre en dos planos. Mientras el Gobierno procura asegurar su poder "actual", el que tiene y ejerce, en otro rincón del espacio y del tiempo la oposición prepara su irrupción en nombre del futuro. Si la logra a su debido tiempo, precipitará el cambio y el país se beneficiará. El ritmo del cambio, cuando es armónico y regulado, semeja un ballet . Cuando se paraliza o se altera, al contrario sobreviene el peor de los males, el más temido de todas las épocas: el mal de la inestabilidad.
Las democracias ordenadas, las democracias desarrolladas, han establecido desde antiguo la fórmula y el ritmo de la estabilidad. Este ritmo, al que también se lo llama desarrollo político , caracteriza hoy a la gran mayoría de las naciones europeas y a una fuerte minoría de las naciones latinoamericanas; sólo unas pocas de éstas no son todavía previsibles porque aún pugnan por salir del pantano de la inestabilidad. Estas naciones son, en América latina, muy pocas. Nicaragua, Ecuador, Bolivia? Las naciones inestables reúnen dos características comunes. De un lado, en ellas manda un autócrata con pretensiones vitalicias, que concentra todo el poder. Del otro lado, no tienen previsto un orden sucesorio fuera de la continuidad del propio autócrata. En nuestra región, hay dos países "gemelos" en este plano: Venezuela y la Argentina. No debe asombrar, por ello, que sus gobernantes sigan vías paralelas y aspiren al mismo destino que presumen venturoso, aunque sus vecinos los miren con creciente aprehensión.
El otro orden de noticias que queríamos anotar aquí, decíamos, ya no tiene que ver con el "ruido" de los hechos cotidianos sino con la paciente elaboración de los horizontes del futuro que contemplan los dirigentes y, en general, la gente, en sus charlas a veces tenidas por intrascendentes. Tomemos al azar un titular de estos días: Macri y De Narváez no lograron cerrar un acuerdo electoral. Hemos estado leyendo titulares de este tipo casi todos estos días. ¿Pero qué nos dicen, en el fondo, estos titulares? Que a la oposición le cuesta reunirse. Nos dirán "chocolate por la noticia". Sin embargo, el mensaje podría ser, en el límite, este otro: "No consiguen reunirse". Si este mensaje, finalmente, se concretara, ¿no equivaldría al triunfo de Cristina?
Ésta es una manera de apreciar que el futuro político de los argentinos depende hoy de dos factores: en primer lugar, del vigor de Cristina y sus seguidores, algo que parece asegurado y, en segundo lugar, de la cohesión de los opositores, algo que no parece asegurado. Hemos recordado alguna vez que, según lo hicieron notar maquiavelistas de fines del siglo XIX como Wilfredo Pareto, no basta con tener la mayoría para imponerse en la democracia; hace falta, además, plasmar la unidad y la organización correspondientes que lleven, efectivamente, a la victoria. Suponiendo que Cristina cuente todavía con una suma de, digamos, un tercio de los votos, por supuesto no será necesario para vencerla reunir los otros dos tercios en un solo haz. Pero tampoco servirá que la oposición se fragmente de un modo tal que ninguno de sus fragmentos alcance por si sólo a derrotarla en octubre de 2013 o en octubre de 2015.
La idea de que el cristinismo ya está derrotado podría convertirse, en suma, en una peligrosa ilusión. Cristina tiene una incomparable sed de poder y está dispuesta a saciarla como sea, sin escatimar los medios a su alcance. Las dificultades que encuentran los opositores para formar un frente común capaz de vencer al cristinismo, ¿revelan una demora o dejan entrever una suerte de impotencia ? Ésta es, después de todo, la pregunta fundamental.
Si todos aquellos a quienes nos interesa la suerte de la República llegáramos a advertir que ella está en peligro, también tendríamos que darnos cuenta de que el cristinismo antirrepublicano cuenta hoy con un aliado inapreciable: hacernos creer que ya está vencido, convencernos de que ya perdió. Ésta es el arma secreta de Cristina: que la veamos tendida en medio de la arena para proclamarnos vencedores antes de haberla vencido.