El libro póstumo del gran politicólogo norteamericano Samuel P. Huntington, publicado en 2004, lleva como título una pregunta: ¿Quiénes somos? (en inglés Who are we ?). Es una pregunta que sería inimaginable para un inglés, un español o un francés, a menos que tuviera que ver con la nueva identidad "europea", más amplia que las naciones individuales que lo componen, que está urdiendo el Viejo Mundo. El título del libro de Huntington se ajustaría mejor, quizás, al título de este artículo, por cuanto los americanos del Norte son, como somos los americanos del Sur, una nación "nueva", de la cual no podría decirse, como les dijo el genial Mirabeau a los franceses en plena Revolución Francesa para calmar su ímpetu "revolucionario" que por entonces los tentaba a cambiarlo todo, hasta el calendario: "No somos una nueva nación nacida a orillas del Orinoco; somos una vieja nación, quizá demasiado vieja, con sus prejuicios y sus tradiciones".
Pero la pregunta Who are we ?" no está exenta, de otro lado, de cierto dramatismo. A la inversa de la tragedia , a la que los griegos dotaron de un final inevitablemente funesto por cuanto ella consistía, en última instancia, en el castigo de los dioses a la soberbia de los hombres, el drama es más humano, ya que desemboca en un final abierto a los caprichos de un destino incierto que no nos ha sido revelado.
No debería asombrarnos, por consiguiente, que la caída del imperio soviético y el derrumbe de la ilusión comunista de dominio mundial que él arrastró consigo permitieran dos consecuencias simultáneas y contrapuestas. La victoria de los Estados Unidos sobre su rival soviético generó de un lado una intensa ola de optimismo político y económico cuya expresión más acabada fue el ensayo El fin de la Historia de Francis Fukuyama, cuya tesis era decididamente triunfalista: la democracia y el capitalismo habían vencido finalmente al totalitarismo, con lo cual "la historia", concebida como la lucha a muerte entre dos concepciones antagónicas del mundo, había llegado a su fin.
Pero la tesis de Fukuyama, que encarnaba la euforia inicial a que dio lugar el súbito fin de la Guerra Fría, no llegó a tapar por completo cierto pesimismo residual que también acompañó a la visión histórica de los norteamericanos sorprendidos, quizá, por la rapidez de su exaltación a la cima del mundo. Huntington pertenece a esta otra tradición que quiere ser "realista" en lugar de triunfalista. En su interpretación, no es "necesario" que los norteamericanos vayan a ganar siempre. También pueden perder y, de hecho, ya perdieron en Vietnam. Desde los tiempos del presidente Theodore Roosevelt a comienzos del siglo XX, los norteamericanos creyeron haber sido bendecidos, empero, con un "destino manifiesto" que sus grandes éxitos políticos, económicos y militares parecieron confirmar. ¿Por qué la historia habría de desmentirlos en el futuro? Esta esperanza latente no los ha abandonado.
El libro póstumo de Huntington que estamos comentando apunta a renovar la fe en "el destino manifiesto" de los norteamericanos, pero desde una visión realista, pasada la borrachera de la victoria en la Guerra Fría sobre la Unión Soviética. Lo original de este ensayo, que fue escrito "después" de aquella victoria, es que esta vez no contempla un desafío "externo" sino un "desafío" "interno" al éxito norteamericano, que pone en duda su propia consistencia como sociedad, como nación. Según Huntington, la mayor amenaza a ese "destino manifiesto" en el que solían creer los norteamericanos provendrá de la inmigración , pero no de cualquier inmigración sino de una en particular.
Su tesis, aplicable hasta cierto punto a otros países de origen migratorio como el nuestro, es que la inmigración deja de ser peligrosa sólo cuando los inmigrantes están dispersos, cuando no son capaces de agruparse en torno de un eje demográfico y territorial que les garantice la identidad. En los Estados Unidos hay un solo "eje" capaz de concretar este peligro: la inmigración mexicana . Es la única en condiciones de resistir la presión norteamericana de asimilación para preservar su propia continuidad.
Miremos más de cerca la tesis de Huntington, con la idea de explorarla en busca de un paralelismo con la Argentina. Según su estudio sobre la inmigración mexicana en Estados Unidos, ésta ha llegado a ser peligrosa para la consistencia nacional del país del Norte porque los "chicanos" se agrupan en su territorio "defensivamente", en forma compacta, alineados por un mismo idioma y una misma cultura. Cuando están solos y en familia, los "chicanos" se comunican entre ellos en castellano. Tienden en consecuencia a formar algo así como una subnación con fuertes lazos internos, más que los que los ligan al resto de los grupos migratorios. Si se tiene en cuenta que la sociedad migratoria mexicana ocupaba antaño un millón de kilómetros cuadrados que le pertenecían a su país hasta que su ejército fue derrotado por el ejército norteamericano a mediados del siglo XIX, esta idea de una "subnación" mexicana subsistente dentro y por debajo de los Estados Unidos cobra la inquietante fuerza de una latente reivindicación histórica. ¿Estallará algún día?
Lo que debe admitir el observador, empero, es que esta relativa "debilidad" de la consistencia norteamericana frente a la "invasión" mexicana que viene del otro lado de la frontera está compensada, al menos en parte, por el poderoso influjo del American Way of Life en América latina, al que no son inmunes, por cierto, ni los mexicanos ni los argentinos. La presencia norteamericana en nuestra región es fuerte, tanto o más fuerte que en el sentido inverso, aunque de otra naturaleza. La presencia latinoamericana en la sociedad norteamericana es sobre todo demográfica y social. La presencia norteamericana en América latina es económica, cultural y, además, dominante. La presencia latinoamericana es masiva, pero sometida .
Para resumir lo dicho a los efectos de comparar las inmigraciones en las dos puntas del continente americano, podríamos decir que, mientras que la presencia mexicana en los Estados Unidos ha sido compacta, masiva y subordinda, la influencia norteamericana en México ha sido tenue aunque decisiva. Tendríamos que reconocer, asimismo, que los contactos de la Argentina con México fueron débiles y remotos, mucho más remotos que los contactos norteamericanos con la propia Argentina, y que esta histórica lejanía dio lugar a la siguiente anécdota. No bien estalló entre nosotros la Revolución de Mayo, alguien propuso un tiempo de espera hasta que se reuniera una asamblea interamericana capaz de ratificar todo a lo largo del continente americano lo que había decidido en mayo de 1810 el Cabildo Abierto de Buenos Aires, a lo que Mariano Moreno, con su encendida verba, replicó: "¡Pero si México nos queda más lejos que Tartaria!"
Quizás éste sea el rasgo que nos define a los argentinos: estamos lejos. Como dijo el papa Francisco cuando el cónclave de cardenales lo consagró: "¡Se vinieron a elegir un papa del fin del mundo!" México, sin embargo, nos queda a los argentinos más cerca que antes. Se podría decir lo mismo de Estados Unidos. Merced a la revolución de las comunicaciones, el mundo se ha achicado. Pero se ha achicado para todos ; para los yanquis, los mexicanos y los argentinos. Esto no quiere decir que nos "amemos" más que antes; según una reciente encuesta, el país que menos quieren los argentinos es, precisamente, Estados Unidos. Es que la cercanía genera tanto el amor como el resentimiento. Así avanzamos todos, apretados unos contra otros, en el nuevo mundo..